domingo, 25 de febrero de 2024

La dama inclinada o El hechizo de un estanque: Adriana Sánchez

Llegó a la pequeña plaza con el sopor de la tarde. Había atravesado el túnel de moras y membrillos, protegida en la penumbra de aquella gruta verde del intenso ardor del verano. A pesar de ello estaba sofocada, con las mejillas de fuego sobre su piel tan blanca. No sabe donde se encuentra, apenas conoce este jardín magnífico, que envuelve el palacio del Buen Retiro.

Había estado allí en otras ocasiones, acompañando a la pequeña, pero solo en el interior de palacio, fue en aquel festejo en la Plaza Grande, donde los jóvenes hicieron el Juego de Sortijas, y contendieron con el Estafermo, pero ella se había retirado pronto porque la niña se aburría. También había asistido a alguna mascarada e incluso a una comedia en el Coliseo. Aquella tarde tan sofocante le pesaba el aire denso y solemne del palacio, al igual que le sucedía cada día entre las severas paredes del Alcázar.

Huyendo de esa congoja, la muchacha se había escabullido, burlando la inquisidora vigilancia de doña Marcela, que cabeceaba somnolienta, mientras la pequeña e Isabel dormían a su lado. Recorriendo largos pasillos había llegado al exterior.

Autora: Adriana Sánchez

Un halo verde le saludó en la cara. Estaba en el Jardín de la Reina, en su centro la estatua de un brioso corcel se elevaba sobre sus patas traseras como dispuesto a volar.

Volar, eso habría querido ella, volar y perderse por aquel espacio frondoso y libre, correr, pese al complicado juego de enaguas que se enredaban entre sus piernas, pese a la incomodidad del guardainfante. Sabía que no podría demorarse demasiado, cuando la pequeña despertara debían regresar con rapidez al Alcázar, el aposentador mayor les esperaba.

Es un jardín grandioso, robles, álamos, almendros..., no sabe bien qué dirección tomar, pero ella quisiera conocer aquellas maravillas de las que le habían hablado, alcanzar ese Estanque Grande que decían pequeño mar, y ver esos espectáculos donde se simulaban heroicas batallas navales, o navegar en la hermosa góndola de los reyes, toda tallada en oro y plata, y contemplar desde allí, aquellos fuegos y artificios que pintaban de mil colores los cielos de Madrid en las noches de verano..., quizá tomaría en el embarcadero una pequeña falúa que la llevaría por todo el bosque, recorriendo aquel canal de Mallo que brotaba del propio Estanque. Mientras, los ministriles entonarían armónicas baladas. Entonces llegarían hasta la ermita, la ermita de San Antonio de los Portugueses. Se decía, la más hermosa de todas las que poblaban aquel bosque. La reconocería por su chapitel de pizarra, las columnas de mármol blanco y negro de su portada y por  la imagen del Santo. Pero ante todo, por aquel estanque ochavado, que como una enorme flor lo envolvía entre sus pétalos. Había oído contar cómo en aquel lugar se organizaban alegres fiestas de música y danza, donde abundaban los vinos, alojas, refrescos y tantos deliciosos confites y viandas. Y desde lo alto, podía observarles aquella otra ermita, de tanta devoción, del Santo milagroso para las afecciones  de garganta.

Sí, habría querido llegar hasta allí, y a mil sitios más, de los que había escuchado tales prodigios: la ermita de San Pablo, la Pajarera de don Guzmán y sus aves fabulosas...

Sin embargo, tras elegir aquel pasadizo entre los ocho que se ofrecían ante ella, había llegado allí, tan sonrojado el rostro, hasta ese rincón desconocido donde la recibía una discreta plaza con un pequeño estanque también ochavado. No tenía mayor encanto el lugar que una isla artificial y un sencillo templete en el centro del agua. Aquello era muy distinto al asombro y grandeza que ella había imaginado. Sin embargo algo escondía aquel refugio solitario que lo envolvía de magia, quizá fuese el esplendor del bosque, la fascinación del silencio, o aquellas fragancias verdes que lo revestían todo de misterio.

Fue entonces cuando su imaginación crea un sortilegio, y a sus ojos, pequeñas campanillas de plata se prenden del breve tejado, de las hojas verdes, de las ramas de los árboles, que a la luz del sol reverberan  en el agua con luces doradas y cálidas.

Son aquellas voces quienes rompen el hechizo. La están buscando, la infanta ha despertado, urge el regreso al Alcázar, don Diego les espera...

Autor: Diego Velázquez

Ella se apresura, y con su gesto impetuoso levanta un leve soplo de aire que agita las hojas de los árboles, como si fueran  las campanillas de plata de su sueño, y que aún destellan en las luces del estanque.

Pero ella corre, corre sin mirar atrás, regresa agitada, con las enaguas revueltas, con su piel blanca y el fuego en el rostro. Conoce la impaciencia del pintor que les aguarda en el  Alcázar. Sabe que no puede faltar a esa cita, que debe estar presente y posar de nuevo para él en ese hermoso cuadro. Porque ella, la joven y soñadora Agustina, es en aquel lienzo inmortal, la dama inclinada.

 

5 comentarios:

  1. Magnífico "juguete" histórico, Adriana, y además lo adornas con tu dibujo

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  2. Adriana, muy interesante el paseo por el Retiro de tu protagonista M. Agustina Sarmiento, que hace un recorrido por todos los hitos del parque y recordando los lugares desaparecidos como el río Grande.
    Los miedos a las regañinas de Marcela de Ulloa, por su escapada sin ni siquiera haber informado al guarda damas.
    Me detengo en la famosa escena en la que la protagonista ofrece, supuestamente, agua fresca a Margarita.
    Siempre la imagen ha podido más que otra cosa y en en este sentido te dejo está pequeña composición que resume las incomodidades para estar bella.
    Para ilustrar el tema te dejo este enlace de la boticaria García.

    https://vm.tiktok.com/ZGeDDR1rp/

    Bucarofagia en las Meninas.

    María Agustina, con gracia cortesana,
    ofrece a Margarita un búcaro de arcilla.
    Un gesto extraño, de antigua usanza,
    que esconde secretos de belleza y magia.

    El búcaro, vasija porosa y roja,
    guarda en su interior un elixir de tierra.
    Se dice que al ingerirlo, la tez se sonroja,
    y la palidez se convierte en destierro.

    Margarita, con recelo y fascinación,
    contempla el objeto de arcilla y misterio.
    La bucarofagia, práctica de antaño,
    promete belleza a cambio de un sabor áspero.

    Las Meninas, testigos de este ritual,
    observan en silencio, con ojos expectantes.
    ¿Se atreverá Margarita a probar el brebaje?
    ¿O sucumbirá al miedo ante lo desconocido?

    La decisión pende en el aire, incierta,
    como la luz que se filtra por la ventana.
    Un momento fugaz, cargado de simbolismo,
    que refleja las vanidades de la época.

    Bucarofagia, belleza a costa del barro,
    un capricho de la corte, un acto insólito.
    Las Meninas, retrato de una época,
    donde la imagen lo era todo, lo más exquisito.

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