sábado, 27 de abril de 2024

Mis médicos de infancia: Rafael Martín

 

Ya que la próxima reunión de la Tertulia la vamos a dedicar a la salud, la sanidad (que al parecer va por barrios), a los médicos, al veganismo e, incluso, a nuestros alifafes, me ha parecido oportuno dedicar una entrada del blog a los médicos de mi infancia, que meteré con calzador entre mis personajes populares favoritos.

Antes que nada, debo empezar declarando que mi deformación jardeliana me ha llevado siempre a poner en solfa a la clase médica, a la que Jardiel fustigó frecuentemente en sus novelas y obras de teatro.

Cuando he expresado entre familiares o amigos mis reservas sobre los galenos afirmando, por ejemplo, “que hace falta estar muy sano para ir a verlos”, he recibido las consiguientes rechiflas por parte de los “creyentes”. En defensa de mi opinión siempre he argumentado lo siguiente:

“Compartí la carrera con varias decenas de compañeros ¿a cuántos de estos ingenieros (la pregunta es válida para promociones de abogados, economistas e incluso médicos) le confiaría una empresa de mi propiedad? La respuesta es que no a más de cuatro o cinco. Pues bien, uno va a una consulta, le recibe un médico (que normalmente no es doctor) y pone en sus desconocidas manos nada más, ni nada menos, que su salud y su cuerpo. ¿Has dado con uno de esos cuatro o cinco? ¡Enhorabuena! ¿Has dado con uno del resto? Pues…”

Y todo esto teniendo una ahijada traumatóloga, que sí está entre esos cuatro o cinco de su promoción.

Pero como el saldo de mi experiencia es positivo, quiero rendir homenaje a los médicos de mi infancia como aperitivo a la próxima tertulia.

El primero y principal es Don José María Gil-Casares, que era el médico de cabecera (creo que así se calificaba al médico de familia) que teníamos asignado dentro del cuadro médico del Banesto. Supongo que la asignación era de tipo zonal ya que nosotros vivíamos en el 3 de Gabriel Miró (es decir, las Vistillas) y Gil Casares tenía su vivienda y su consulta en el 9 de la calle de La Bola.


De este edificio nos habla Maribel en su blog, nos dice que es propiedad del Marqués de Rivadulla y que en la entrada hay una copia del Laocoonte con sus hijos, tal vez procedente de la Alameda de Osuna.

Gil-Casares (1916-2009), era miembro de una conocidísima saga de doctores y científicos estrechamente vinculados a la Universidad de Santiago; estaba casado con Carmen Rafaela Armada Comyn, hija del anterior marqués de Santa Cruz de Rivadulla (propietario del edificio), con la que tuvo ocho hijos.

Gil-Casares con la familia en La Toja 1995

Siempre mantuvo un fuerte vínculo con Galicia y en particular con el pazo de Santa Cruz de Rivadulla y con Vilagarcía de Arousa. Más tarde, ya jubilado, pasaba grandes temporadas en su casa de Sanxenxo.

Don José María, que era como le llamábamos tenía una colección muy llamativa de soldaditos de plomo en su sala de espera que acaparaba mi atención y que lograba que me olvidara que estaba en el médico, médico que nos contó algo muy jugoso: cuando terminó la carrera, gracias a la apresurada “toma de apuntes” en el aula había conseguido hacerse con la famosa “letra de médico” ilegible por la forma y por el contenido. Cuando su madre reparó en ello, ¡le puso a hacer caligrafía hasta que consiguió que la letra del hijo fuera descifrable!

En el ámbito puramente sanitario, Gil-Casares era un médico académico, que seguía las normas que le habían enseñado, enriquecidas por su propia experiencia. Disponía de un aparato de Rayos X con el que vigilaba nuestros pulmones (aún recuerdo el frío contacto de las placas) en aquellos años 40 en los que la tuberculosis era el “gran enemigo a las puertas”.

Tenía un físico impresionante, al menos para un niño como yo; era un hombre muy alto, tenía la voz profunda y unas manos que me cubrían el pecho y sobraban. Cuando entraba en casa, casi siempre por mis anginas, llenaba el pasillo.

Preocupado por los temas pulmonares no había ocasión en la que, al acercarse al balcón del cuarto piso de las Vistillas y ver el horizonte despejado, con la sierra el fondo a la derecha, no le dijera a mi madre: “¡Señora, qué suerte, vive usted en un sanatorio!”

Ahora se me ocurre diversas coincidencias entre, este mi médico y mi estudiado Cela: dos gallegos nacidos en 1916, de porte altivo, con voz grave y ocupados por la tuberculosis. Curioso.

El otro médico de mi infancia es Andrés Gutiérrez. No he utilizado el Don por falta de respeto, sino porque Don Andrés Gutiérrez, antes que médico era un rondeño, amigo de mi padre y formaba parte de nuestra “familia ampliada”. No recuerdo que prestara sus servicios en ninguna sociedad u hospital, pero sí que tenía consulta propia a la que acudíamos raramente. Su rol para nosotros era de consultor confiable y de segunda opinión. Cuando la visita del médico del seguro de Banesto no dejaba tranquila a mi madre, le decía a mi padre: “Llama al paisano, por favor”.

Don Andrés era un tipo de médico bien distinto a Gil-Casares; por supuesto conocía la medicina académica, pero prefería lo natural a lo químico. Cuando te visitaba, lo primero que hacía era mirarte a los ojos, tocarte la piel, verte la boca e inspeccionar el cuerpo en general, luego ya entraba en materia.

Era un hombre menudo, de color aceitunado, con voz escasa y mirada inquisitiva, ahora que lo pienso podría haber constituido parte de una eficaz agrupación junto a otros médicos andalusís como:

ABENZOAR, cuya pericia y sentido de la observación fue tal que se cuenta que llegó a curar enfermedades hasta entonces incurable

ABULCASIS, que clasificó los medicamentos simples –con arreglo a sus cualidades: calientes, fríos, secos o húmedos

IBN YULYUL, que nos contó que en aquellos tiempos aún se realizaban prácticas médicas tan contraproducentes como las famosas sangrías –ejercicio luego habitual en los siglos XVI-XVII

En otra ocasión, si ha lugar, hablaré de mis médicos posteriores, incluidos los actuales, entre los que hay más experiencias positivas que negativas.

viernes, 12 de abril de 2024

El fotógrafo y el arquitecto: una historia en el barrio Pacífico. Por Paco Gómez.


Rebuscando sobre los lugares de Madrid y sus edificios singulares, encontré esta referencia de nuestro contertulio Carlos que intentaré completar. Si quieres ver lo que nos cuenta Carlos Osorio clic en el enlace...

 



En el corazón del barrio Pacífico, un singular edificio guarda una fascinante historia que entrelaza las vidas de dos personajes notables: el fotógrafo Jean Laurent y el arquitecto Ricardo Velázquez Bosco.

Dos amigos, dos talentos:

A pesar de la diferencia de edad, Laurent y Velázquez forjaron una profunda amistad. El arquitecto incluso llegó a ser el padrino de uno de los nietos del fotógrafo.

Un proyecto ambicioso:

En 1881, Laurent, ya anciano y enfermo, cedió su negocio a su hijastra Catalina y a su yerno Alfonso Roswag. A cambio, recibiría una pensión y seguiría vinculado a la empresa. En ese contexto, surgió la idea de construir un nuevo edificio que sirviera como estudio y vivienda familiar. El proyecto fue encomendado al amigo y talentoso arquitecto: Ricardo Velázquez Bosco.

Un edificio singular:

El edificio, ubicado en la calle Granada nº 16 con vuelta calle Narciso Serra nº 7, se construyó entre 1884 y 1886. Refleja el estilo neomudéjar tan característico de Velázquez Bosco, con dos cuerpos a modo de torreones a ambos lados del cuerpo central y el uso de ladrillo visto y cerámica.

De estudio a colegio:

La familia Laurent se trasladó al nuevo edificio en 1886. Sin embargo, la crisis económica y el descenso de encargos provocaron la ruina de la empresa. En 1940, el edificio se convirtió en sede escolar, función que ha desempeñado hasta la actualidad.

Un legado vivo:

Hoy en día, el Colegio Público Francisco de Quevedo se alza como un testimonio vivo de la historia del barrio Pacífico. Un edificio que conserva la esencia de dos grandes talentos: el del fotógrafo Jean Laurent y el del arquitecto Ricardo Velázquez Bosco.

Detalles adicionales:

 * El edificio se construyó sobre un terreno accidentado, lo que se refleja en su desnivel.

 * La fachada conserva los adornos de cerámica, probablemente procedentes de la Fábrica de Cerámica de la Moncloa.

 * La familia Laurent se mudó a la calle Granada en 1886.

 * Jean Laurent murió en la casa el 24 de noviembre de 1886, a los 70 años.

 * El edificio ha sido reformado en varias ocasiones, la última en 2002.

Elaborado para la tertulia de los fotógrafos de Madrid.



miércoles, 10 de abril de 2024

Las golondrinas de piedra, por Paco Gómez.





 

En la urbe de Madrid, donde el cielo se tiñe de historias, donde Bécquer soñó con golondrinas de memorias, surge un boticario, de nombre Roberto Moreno, que al poeta romántico desafía con su empeño.

I. El reto del boticario

Don Roberto Moreno, boticario de afán,

al poeta Bécquer quiso desafiar.

"Volverán las golondrinas", versos inmortales,

mas él las soñaba pétreas, sin alas ni vocales.

Construyamos, dijo, un hogar de piedra y cal,

donde las aves de Bécquer puedan ya morar.

Que sean de mármol, blancas, sin canto ni revuelo,

y en los aleros aniden, quietas, bajo el cielo.

II. La obra de Carrasco

Jesús Carrasco, arquitecto de ingenio,

plasmó en piedra el sueño del boticario con brío.

Un edificio imponente, de estilo señorial,

con nidos ocupados, sin canto ni aleteo final.

El arquitecto de renombre,

aceptó el reto, con visión y con asombro.

Un edificio erigió, de la época el reflejo,

para el negocio y hogar, cumpliendo el encargo viejo.

III. Las golondrinas silentes

Desde el uno de mayo, año mil novecientos catorce,

las golondrinas de piedra observan, sin contorsiones.

Un balcón inmutable, sin píos ni aleteos,

un desafío al poeta, un canto a los deseos.

Desde entonces, en Madrid, se alzan con gracia y sin son,

las golondrinas pétreas, obra de imaginación.

Desde aquel mayo del catorce, en el zoolítico lugar,

las aves de piedra observan, sin poder volar.

IV. Un legado perdurable

En la esquina madrileña, la historia se refleja,

un boticario soñador, un arquitecto que se flecha.

Las golondrinas pétreas, testigos de la rima,

un poema en piedra, que el tiempo no lastima.

Bécquer en su tumba yace, mas su poesía perdura,

enfrentada a la ironía de la estatua más pura.


Las aguas del Manzanares: Pablo Linés

 

Los vecinos de Madrid siempre hemos tenido que soportar bromas y chacotas acerca del menguado caudal de nuestro rio, lo cual es en parte cierto y en parte no. Todo depende de la estación en que se mire. El rio Manzanares nace al pie de la Bola del Mundo junto al refugio del Ventisquero de la Condesa y su cuenca está delimitada al norte por las cumbres de las Cabezas de Hierro y parte alta de la Pedriza y al sur por la Sierra de los Porrones. Su caudal es mayoritariamente estacional con los deshielos de primavera y las lluvias de otoño. De la abundancia de aguas quedan noticias los numerosos molinos que albergó su cauce, de ellos siete en el municipio de Manzanares el Real siendo el más grande el conocido como “Molino de la Tuerta” adquirido en 1837 por una familia de Alcoy y reconvertido en la primera fábrica de papel continuo de España, que satisfacía la demanda de este tipo de papel para la impresión de periódicos y gacetas. Aguas abajo es de destacar la presa y las ruinas del Molino del Grajal.

1930: La Presa dique


En 1908, Joaquín de Arteaga, marqués de Santillana y duque del Infantado inauguró el primitivo embalse de Santillana con el fin de proveer agua y electricidad a Madrid. Ya existía el Canal de Isabel II que captaba el agua del rio Lozoya a través de la presa de El Villar desde 1888, porque la del Pontón de la Oliva sufría importantes pérdidas. Es la razón por la que algunos barrios de la capital tenían agua del Canal y otros de la Hidráulica de Santillana. El embalse tenía dos diques en forma de luna y en su unión estaba la torre de captación, construida en estilo gótico isabelino con el vecino castillo. En los años sesenta del pasado siglo la compañía fue absorbida por el Canal de Isabel II y se construyó un nuevo muro permaneciendo la antigua construcción semisumergida, pasando la capacidad del embalse a 91 hectómetros cúbicos.

La capital sufría históricamente inundaciones en las crecidas del río y a pesar del embalse estas continuaron en menor medida. Es por ello que se procedió durante el siglo XX a la canalización del lecho del río a su paso por la ciudad. Todavía podemos ver en periódicos y documentales del No-Do reportajes sobre los daños por el agua en los años sesenta. En 1970 se inauguró el embalse de El Pardo que nacía con vocación de permanecer medio vacío para evitar nuevas avenidas. Con capacidad para 45 Hm cúbicos su nivel suele permanecer por debajo de la mitad. A primeros de febrero de este año su nivel se situaba al 40% de su capacidad y en el mes de abril, con las abundantes precipitaciones, al 76%. Es muy agradable el paseo para ver la salida del desagüe por donde fluye el caudal del rio.

El Aprendiz enfurecido


Hoy en día el cauce ha sido renaturalizado dotándole de vegetación y se han dispuesto una serie de estanques de tormentas que evitan los vertidos directos al río cuando se producen esos hidrometeoros. Esperemos que estas medidas sean suficientes cuando el Manzanares se torne furioso.

 

viernes, 29 de marzo de 2024

“El día en que Valle-Inclán detuvo a un policía”

 



 

Sucedió en 1927. Se estrenaba en el teatro Fontalba una obra de un escritor mediocre favorecido en su carrera literaria por su apoyo al gobierno de turno. Valle-Inclán acudió al estreno en calidad de crítico teatral. Don Ramón iba bastante excitado. No tenía la menor intención de ser objetivo ni ecuánime con ese autor, con el que había tenido algún rifirrafe en el pasado, y las reservas de empatía se le habían vaciado por completo a través de su úlcera péptica.

Comenzó la sesión y nuestro crítico no cesaba de rebullirse en su asiento mostrando visiblemente su disconformidad. En un momento de la representación, Valle se puso a vociferar:

—¡Muy mal, muy mal, muy mal!

Algunos espectadores le pidieron que se callara; pero Valle protestaba cada vez con más ímpetu. Entonces el público, molesto con su actitud, se puso a aplaudir a los actores. Mientras tanto, el dueño del teatro llamó a la policía, y se presentó un agente uniformado que pidió a nuestro hombre que le acompañara.

—¡Detenga usted a los que aplauden!—gritó Valle.

Llegados al Ministerio de Gobernación, Valle fue conducido ante el comisario jefe. Al entrar a su despacho, el barbudo y enclenque escritor agarró del brazo al policía que lo acompañaba y exclamó:

—¡Aquí traigo detenido a este policía que no ha sabido defenderme de un público lamentable!

El comisario se rió mucho con la ocurrencia de Valle, pero, conforme a la ley, no tuvo más remedio que imponerle una multa.

—Póngame todas las multas que quiera, que no pienso pagarlas.

Y, como era hombre de palabra, no pagó. Eso sí, cada mes le llegaba a su casa la notificación de la multa con el recargo correspondiente al impago reiterado. De paso le advertían que si no satisfacía el importe en el plazo máximo de dos años, tendría que ir a prisión.

Finalmente, Valle-Inclán cumplió un arresto de quince días en la Cárcel Modelo de Madrid.

 

Carlos Osorio García de Oteyza

martes, 19 de marzo de 2024

Copa de Higía: Un Mito Madrileño. Por Paco Gómez.


Esta entrada sobre material lítico, se la dedico al tertuliano que más sabe sobre las piedras de Madrid.

Comienzo la historia  agrupada bajo el nombre de zoolítico madrileño con la pétrea copa de Higía.

Si sabes dónde está déjamelo en los comentarios.

La ciudad de Madrid, donde el Manzanares serpentea bajo el sol ibérico, se encuentra un templo a la diosa Higía, guardiana de la salud y la sanidad. En su fachada, una reliquia sagrada: la Copa de Higía, símbolo de la farmacia y la medicina.


La historia de la copa se remonta a la antigua Grecia, donde Asclepio, dios de la medicina, tenía dos hijas: Higía y Panacea. Higía, diosa de la higiene y la prevención, era representada con una serpiente enroscada en una copa, simbolizando la curación y el conocimiento curativo. Panacea, por su parte, era la diosa de los remedios y las curaciones milagrosas.


Un día, una serpiente, símbolo de la sabiduría y la renovación, se acercó a Asclepio y le susurró al oído los secretos de la curación. Asclepio, con su sabiduría y la ayuda de sus hijas, sanó a enfermos, ganando fama y renombre.


Zeus, el rey de los dioses, celoso del poder de Asclepio y temiendo que los mortales pudieran alcanzar la inmortalidad, fulminó al dios con un rayo.


Las hijas de Asclepio, afligidas por la muerte de su padre, heredaron su conocimiento y poderes curativos. Higía, con su copa y serpiente, se convirtió en la diosa de la farmacia y la prevención de enfermedades, mientras que Panacea, con sus remedios mágicos, continuó sanando a los enfermos.


La Copa de Higía llegó a este lugar de Madrid de manos de un  gran arquitecto modernista, Jesús Carrasco - Muñoz, que buscaba un lugar seguro donde proteger el legado de la diosa. El alarjife construyó un templo en su honor y la copa se convirtió en el símbolo del conocimiento curativo y la protección contra las enfermedades.


Con el paso del tiempo, el templo se convirtió en una famosa botica, un lugar donde la naturaleza y la vida, podían ser cuidados y protegidos. La Copa de Higía permaneció en el zoolítico madrileño, un recordatorio constante de la importancia de la salud, la higiene y la protección de la vida en todas sus formas.


Hoy en día, la Copa de Higía continúa siendo un símbolo venerado en el zoolítico de Madrid, un lugar donde la ciencia y la mitología se unen para celebrar la vida y el bienestar. La copa nos recuerda el legado de Asclepio, la sabiduría de Higía y el poder curativo de la naturaleza, inspirándonos a cuidar de nuestra salud y proteger el mundo que nos rodea.

lunes, 18 de marzo de 2024

El Madrid de la Pandemia: Mayte González-Gil

 La pandemia irrumpió en España y Madrid de pronto se convirtió en uno de los epicentros europeos. El estado de alarma nacional del 14 de marzo de 2020 obligó a los madrileños a quedarse en casa. Solo desde junio, y gradualmente, se empezó a reconquistar las calles con horarios restringidos y en un radio limitado. El Consejo de Ministros aprobó el 4 de julio de 2023 el Real Decreto que puso fin a la crisis sanitaria por Covid-19 en España. El 30 de junio de 2023, la Comunidad de Madrid confirmaba el dato de personas contagiadas por coronavirus desde el principio, 2.016.900, un tercio de la población madrileña que era en esa fecha de 6.848.354 habitantes y elevaba a 21.361 las personas fallecidas, hasta 140 diarias en el peor de los momentos (1).

Madrid, la tercera región más poblada del país, con la mayor concentración de ciudadanos y con la mayor movilidad de la Península, fue el territorio más golpeado por la Covid en España. Especialmente en la primera ola, donde el virus hizo estragos con una gran presión hospitalaria y unas UCIs al límite. Y tampoco se libró de la segunda y de la tercera ola. Una presión que no se consiguió aligerar a pesar de la construcción contra reloj del nuevo hospital de IFEMA dotado de 1.300 camas atendidas por 3.000 profesionales que estuvo en funcionamiento entre el 22 de marzo y el 23 de abril de 2020.

Nuestras Plazas

Madrid se quedó vacía. El silencio se adueñó de un día para otro de sus calles. Casi sin
coches y los raros transeúntes que se aventuraban a salir de sus casas iban bien protegidos con mascarillas y sólo para ir a comprar comida o medicinas. 
Nuestras Avenidas

La ciudad cesó su actividad. Se cerraron los colegios y las universidades, museos, cines y teatros; las autoridades sanitarias y gubernamentales pedían que se cancelaran los viajes. Los mercadillos dejaron de funcionar, la Liga de Fútbol se suspendió y hasta las iglesias emitían las misas televisadas. Las empresas se movilizaron para gestionar el teletrabajo con todos aquellos empleados para los que les fuera posible realizar su tarea desde casa. 
Nuestras Calles

Asomarse a la ventana o al balcón a ver la calle era un lujo que no todos se podían permitir. Pero lo que se veía aún dolía más. Una ciudad paralizada que ofrecía estampas insólitas que jamás pensamos que podríamos ver. Nuestro Madrid bullicioso, alegre y ruidoso ofrecía una imagen congelada, silenciosa, extraña. Calles, plazas y avenidas habitualmente abarrotadas ofrecían un espectáculo al que no llegaríamos a acostumbrarnos, el de un desierto de hormigón, el paisaje distópico de una desgracia colosal.
Nuestras Personas

Y tal vez lo peor fue la regla de mantener la distancia en aquellos lugares donde se coincidía con otras personas. Los abrazos estaban proscritos y, por supuesto, los besos. La distancia de seguridad obligaba a mirar con recelo al otro. Los ancianos que estaban en aquellos momentos en residencias sintieron de una forma cruel la soledad y la falta de contacto con sus seres queridos.

Las restricciones cambiaron las rutinas, los horarios. La limitación de movilidad nos obligó a dejar volar la imaginación. Raro era el día en que no recibíamos varios mensajes llenos de humor para reírnos del confinamiento y, al menos por unos minutos, dejar de llorar ante las noticias que día tras día nos daban las frías cifras de fallecidos y contagiados. El aburrimiento y la falta de actividad sólo se rompían cada día a las 8 de la tarde y, como accionado por un mecanismo visceral, el cielo negro se llenaba de gritos, aplausos, bocinazos, sirenas de policía y hasta cohetes que, a falta de fiestas, se lanzaban desde alguna azotea. Todo para dar las gracias al sector sanitario que, con abnegación y entrega, estaban en primera línea de un combate singular, un homenaje que, con la música de fondo de la ochentera canción del Dúo Dinámico “Resistiré”, se convirtió en un himno colectivo de fortaleza y superación, el único sonido de la ciudad.

Fueron 100 días y se hicieron muy largos. Mejoramos nuestras dotes de cocineros y aprendimos repostería. Jugamos a todo lo imaginable con los niños e incluso convertimos en gimnasio el salón de casa. Nos vimos todas las pelis de las plataformas y ordenamos los armarios. Hablamos con los amigos que estaban lejos y que ahora estaban más cerca que nunca. Nos necesitábamos.

Nunca antes habíamos apreciado tanto el paseo por el parque, el indolente callejeo sin rumbo fijo, la tarde de compras y hasta la rápida caminata bajo el paraguas para guarecernos en cualquier bar y calentarnos con un café humeante. Madrid dolía. Ofrecía un dibujo distorsionado, un aspecto triste, el de una ciudad enferma, llena de miedo y soledad. Una etapa que se superó pero que ha dejado cicatrices, hablamos de un antes y un después y sólo recordando aquellos días podemos volver a apreciar lo que vale nuestra libertad.

(1)    Fuente: Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, www.epdata.es