miércoles, 10 de enero de 2024

La Plaza de la Paja: Rafael Martín

 

La Plaza de la Paja, que debe su nombre actual a la paja entregada como diezmo al cabildo de la Capilla del Obispo, con la que se alimentaban las mulas que los capellanes, fue llamada de las Tabernillas en el siglo XVIII, y durante algunos años del siglo XX, del Marqués de Comillas, es uno de mis rincones favoritos de Madrid.

Durante los siglos xiii y xiv la plaza debió ser un mercado importante de Madrid, y, dada la concentración de palacios y viviendas nobles, su auténtico centro neurálgico y ágora.

Dada su extensión, podría dudarse si es adecuado tildarla de “rincón”, pero su falta de tráfico y la circunstancia de no ser un sitio de paso, que le da un cierto aire recoleto, creo que justifican incluirla en esa categoría.

Si caben dudas para denominarla “rincón” otro tanto se podría decir de su calificación como “plaza”. Aunque seguramente existirán mil excepciones, parece que el concepto de “plaza” lo reservamos para espacios en general horizontales y no para una cuesta tan pronunciada como la de, este, mi rincón. Tengo un ejemplo bien cercano, como es el de la Plaza de Las Vistillas, ubicada en una colina muy similar a la de San Andrés, pero en la que el desnivel se salvó construyendo tres espacios horizontales, sobre sendas terrazas.

Aquí no; aquí continúa presente el terraplén primitivo por el que la colina de San Andrés vertía sus aguas al arroyo Matrice, luego llamado de San Pedro o del Pozacho y ahora las sigue vertiendo a la calle de Segovia.

Estoy convencido de que los primeros pobladores de nuestro actual Madrid, a los que andando el tiempo los romanos denominaron carpetanos, y los árabes, mayritíes, se asentaron en esta colina de San Andrés, en la de Las Vistillas y en la de la Almudena, protegidos por su elevación y regados por las aguas del arroyo.

Pues bien, esta plaza inclinada (si estuviera situada en Barcelona o Valencia la llamaríamos “rambla”), que no era apta para jugar al futbol, ni siquiera en paralelo a la calle de Segovia porque la pérdida de la pelota no era una opción, es para mí un lugar entrañable porque en ella se entrelazan nuestras historias (la suya y la mía) a lo largo de mi vida, aunque eso sí, nuestra relación ha ido evolucionando con los años.

Durante mi niñez, mi adolescencia y parte de mi inicial madurez, mi vinculación con la Plaza estuvo ligada al hecho de que la Parroquia de San Andrés estuvo radicada en la Capilla del Obispo, cuyo título oficial es el de Capilla de Nuestra Señora y San Juan de Letrán, al haber sido destruidas en 1936 tanto San Andrés como la Capilla de San Isidro, en los arrebatos anticlericales. El muro de separación entre la Capilla del Obispo y la Iglesia de San Andrés, levantado por la avaricia de los responsables de uno y otro lugar “sagrado”, tuvo la afortunada consecuencia de que la Capilla del Obispo se librara de la quema (también contribuyó, supongo, la ignorancia de los incendiarios a los que se les “pasó” la Capilla; bendita sea su ignorancia)

Pues bien, las primeras etapas de mi vida están indisolublemente unidas a esa Parroquia-Capilla cuyos muchos méritos tardé mucho en valorar; a los ojos de un niño y de un adolescente, resultaba más vistosa y atractiva la Iglesia de San Francisco el Grande que se colmaba hasta la escalera de fieles, los domingos para “oír” la misa de 1 (ahora decimos: de las 13). Mi vinculación con la Capilla se inicia con un evento tan temprano como mi bautizo[1], oficiado supongo por don Mariano párroco muy querido por los feligreses. De niño recuerdo, ya de forma consciente, las misas y otros diversos actos religiosos impregnados por el olor a madera vieja de sus bancos con reclinatorio y del entarimado de su suelo, notablemente más acogedor que las sillas individuales y el frio suelo pétreo de San Francisco, en el que arrodillarse era realmente un sacrificio.

No recuerdo cómo fue, pero en un determinado momento me apunté a la Acción Católica, cuyo centro de Aspirantes (no pasé de esta categoría) estaba en la primera planta, a la izquierda, del Palacio de los Vargas, cuyos méritos histórico-artísticos, también ignoraba entonces.

Allí conocí a dos sacerdotes (cuando les conocí eran seminaristas) a los que sigo agradecido: Faustino Fernández, que fue ordenado en 1960 y Lino Hernando, protagonista en 1959 de la famosa estirada que inmortalizó Ramón Masats (fue gol). Lino no pudo oficiar nuestra primera boda, pero sí los bautizos de mis dos hijas.

De nuevo en la Plaza surgen aquí y allá esos pequeños recuerdos que empiedran nuestras vidas, como el taller de Wenceslao, un tapicero excepcional, situado en el nº 18 de la Costanilla (hoy un local dedicado a la artesanía en donde predomina la cerámica) o la papelería Base, propiedad de Senén, situada en el nº16 (hoy, ¡milagro! tampoco es un bar, sino una tienda de adornos florales) donde además de avituallarme del habitual material escolar Senén me encuadernaba todo lo que coleccionaba. Recuerdo haber empezado con los tebeos de las Aventuras del FBI, con Jack Hope y sus compañeros Sam y Bill Boy, y quizás terminara con todos los números de la revista Por favor, que todavía conservo. Mi relación con la Papelería se había iniciado años antes en su anterior ubicación, en la calle de Bailén, esquina a Yeseros.

Dejo aquí los recuerdos más lejanos y doy un salto en el tiempo que introduce, además, un cambio importante cualitativo, provocado por el conocimiento y por la toma de conciencia del importante papel de la Plaza en la historia de Madrid y de los méritos arquitectónicos y artísticos de este lugar.

Ahora, me complace situarme en la parte baja de “mi rincón”, compartiendo la conocida visión de José María Avrial (1838) o la foto del Servicio Fotográfico Municipal (1930) y sentirme rodeado de historia y arte por los cuatro costados. Antes, un par de detalles: en el cuadro se puede apreciar aún el pasadizo que unía la Casa de los Lasso con San Andrés y que el Palacio de los Vargas tenía sólo dos alturas. En la foto, ya está añadido ese tercer piso, que continúa con gran acierto la estructura de la Capilla, dando a la Plaza ese sabor renacentista que es casi único en Madrid.

Vuelvo a mi ubicación de espaldas al recoleto Jardín del Príncipe de Anglona, en el que los visitantes suelen hablar bajito como si estuvieran en


la sala de espera del dentista y, en un giro de 360º, me impregno de la historia, la cultura y el arte de Madrid.

Empiezo mirando hacia el este para extasiarme con la Torre mudéjar de San Pedro, con sus campanas instaladas milagrosamente y su inclinación este-oeste, que no se puede apreciar desde este enfoque; subo la vista hacia el este para congratularme con las fachadas de estilo renacentista del Palacio de los Vargas y de la Capilla del Obispo, con su estructura de estilo gótico isabelino, y sus notables obras de arte como las escenas bíblicas de sus puertas de madera, el retablo policromado o los alabastros de Giralte, que servían de fondo incomparable a mis misas, mis sabatinas y a los demás actos píos a los que me dedicaba en mis años mozos. Y yo sin saberlo y valorarlo por aquel entonces.

Girando los ojos sólo unos pocos grados hacia el oeste aparece en mi mente el desaparecido Palacio de los Lasso de Castilla, en el que se alojaron, ni más ni menos, que los Reyes Católicos, Germana de Foix, Juana la Loca y el Cardenal Cisneros. Por cierto, que el severo Cardenal muy posiblemente estacionara “sus poderes” en la Plaza de la Paja, para exhibirlos ante aquellos nobles poco “carlistas”.

A partir de ahí, mis ojos se deslizan cuesta abajo por la Costanilla de San Andrés, hasta ver el “lotero” Colegio de San Ildefonso, la tímida calle que Madrid ha dedicado a su reconquistador o las casas en donde vivió Ruy González de Clavijo, ya casi sobre las aguas del arroyo Matrice.

Mirando hacia el norte, en la otra orilla del arroyo, encuentro la Fuente de Diana cazadora y sobre ella el muro que contiene el Huerto de las Monjas, que viene a servir de simpar pareja al Jardín del Príncipe de Anglona, cerrando así el entrañable círculo histórico-artístico de mi rincón favorito.

 



[1] Que se según yo, recuerdo perfectamente, gracias a haber oído contarlo en familia en numerosas ocasiones. Lo que mejor ”recuerdo”, es a mi padrino echando unas perrillas a los chavales que nos seguían con la conocida cantinela de: “Eche usted padrino, no se lo gaste en vino…


1 comentario:

  1. Mayte González-Gil11 de enero de 2024, 4:36

    Rafael, me encanta tu texto y comparto muchas de tus vivencias. Conocí a Don Lino, jugaba en esa plaza e iba a misa a San Andrés los domingos por la mañana que luego se remataba con un vermú para los padres y una coca-cola para los niños en la bodega de enfrente que se llamaba Revilla donde había unas cubas inmensas que llegaban al techo y la compra del postre, los bocaditos de nata en la pastelería de La Paquita. Al leerlo me ha traído entrañables recuerdos

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