martes, 30 de enero de 2024

Francisco I ¿preso? en la Torre de los Lujanes: Paco Gómez.

El 24 de febrero de 1525, en la llanura de Pavia, al norte de Italia, se libró una de las batallas más importantes de la historia. El rey Francisco I de Francia, al mando de un ejército cuatro veces mayor que el español, se enfrentó a las tropas de Carlos I de España, quienes eran dueños de Milán y su provincia. A pesar de la superioridad numérica y de artillería de los franceses, las tropas españolas lideradas por el genio de la guerra, don Antonio de Leiva, auxiliado por el marqués de Pescara y el condestable de Borbón, lograron vencer a los franceses.

En medio de la batalla, Francisco I, quien creía tener la victoria asegurada, tomó parte personalmente en la lucha. Dos cronistas franceses, Sebastián Moreau y Guillaume du Bellay, describen algunos de los acontecimientos. "La artillería del rey lanzó tal grande abundancia de tiros, que se veían volar por los aires los arneses de los caballos, y las cabezas y los brazos de la gente de a caballo y a pie, de tal manera que se hubiera dicho que disponíamos del mismísimo rayo", relata Moreau. Mientras que Du Bellay describe: "Os he dicho antes que nuestros enemigos debían pasar frente a la cabeza de nuestro ejército, por lo que el gran maestre de la artillería de Francia había situado sus piezas en lugar tan ventajoso para nosotros que se veían forzados a correr en hilera para cubrirse de nuestra artillería y ganar el valle. Sin embargo, golpe tras golpe, nuestras piezas hacían brecha en sus batallones, y sólo habríais visto volar cabezas y brazos".

En la llanura de Pavia,

se libró una gran batalla,

donde el valor y la astucia

se midieron sin igual.

Los franceses, confiados,

creían tener la victoria,

mas los españoles, aguerridos,

les demostraron su valía.

Con la artillería en mano,

los soldados se enfrentaron,

y en medio de la refriega,

los cuerpos se despedazaron.

Mas al final, la victoria

fue para los españoles,

quienes con gran destreza

derrotaron a los franceses.

¡Que viva la batalla de Pavia,

y los soldados que lucharon en ella!

Derrotado los franceses, Francisco I fue conducido a España, y al llegar a Madrid se le alojó decorosamente, pero con estrecha vigilancia de guardias día y noche, en el Alcázar, es decir en el Palacio Real. Es curioso cómo se ha forjado la leyenda de que se le puso prisionero en la Torre de los Lujanes. Esta torre fue una de las que en la Edad Media se construyeron para defender la villa de un posible retorno de los moros. Pero a la vez era una de las torres de los linajes más distinguidos de la población. En el siglo XIV y principios del XV se había creado en todas las ciudades de Europa una dicotomía de poder local, repartiéndose, o disputándose, según los casos, el mando de las ciudades dos familias poderosas. Es el caso de los Capuletos y Montescos de Verona, o de los Golfines de arriba y los Golfines de abajo, de Cáceres, o el de los duques de Medina-Sidonia y de Arcos en Sevilla; a veces tan enfrentados estos linajes, que llegaban a mantener guerras dentro de las ciudades, disparándose con ballestas y falconetes de artillería, desde la torre de unos a la torre de otros. Esto siguió ocurriendo hasta que los Reyes Católicos mandaron quitar las almenas de las torres de particulares, y rebajar la altura de las mismas A esa época pertenece la torre que por el apellido de sus poseedores, Luján, o Luxán, se llamó Torre de los Lujanes. Sin embargo, al perder los de esta familia su prepotencia, y disminuida de altura, simbólicamente, su torre, la vendieron a don Hernando de Alarcón, que era un valiente capitán de los Tercios españoles en Italia, y que tras la batalla de Pavía, fue encargado de la custodia de la persona de Francisco I. El hecho de que Hernando de Alarcón fuera el propietario de la Torre de los Lujanes, y que se le hubiera encargado mantener en prisión a Francisco I, es lo que dio motivo para que un cronista mal informado, Gil González Dávila, escribiera que el rey francés estaba prisionero en la Torre de los Lujanes.

Hernando de Alarcón
La cautividad de Francisco I duró desde el mes de marzo de 1525 hasta el 21 de febrero de 1526. Bien es verdad que no permaneció todo ese año en el Alcázar de Madrid, pues en alguna ocasión el emperador Carlos I le invitó a comer en Getafe, en Torrejón y en Illescas. De ello hay testimonio notarial. En cada una de estas salidas, Francisco I pernoctó en castillos o casas principales de los pueblos mencionados, pero siempre bajo la estricta vigilancia de don Hernando de Alarcón y sus guardias. Para los asuntos domésticos del rey francés, visitas y correspondencia, fue comisionado por Carlos I, con severas instrucciones, el virrey de Nápoles, a quien Francisco se había rendido, y que quedó como responsable de su prisionero.

Por fin, el 21 de febrero, y habiéndose firmado capitulaciones entre Carlos y Francisco, tanto de paz como de asuntos políticos, sobre la participación de Francia en el concierto europeo, se deter minó poner en libertad a Francisco I, conduciéndole hasta la frontera francesa. Sin embargo, aún permaneció vigilado por Hernando de Alarcón, quien con una fuerte escolta de caballo, condujo al francés hasta la frontera de Fuenterrabía, donde le aguardaban personalidades francesas,  se le dejó libre recobrando así su reino.

Hernando de Alarcón, el mismo día en que se decretó la libertad y vuelta a Francia de Francisco I, fue premiado, tanto por sus servicios en la guerra como por su buen desempeño en la guarda del prisionero, con el título de marqués de Valla Siciliana cuyo escudo, del linaje de los Alarcón, aún puede verse en la hermosa portada de piedra de la casa de los Lujanes, en la Plaza de la villa.

Sobre este hecho puede consultarse lo siguiente: clic en el título 

El cautiverio de Francisco I de Francia en Madrid.

¿Estuvo realmente Francisco I en la Torre de los Lujanes?.

La historia del cautiverio de Francisco I en Madrid tras ser derrotado ....

 

Madrid (Espasa-Calpe): Rafael Martín

En mi sencilla, pero para mí entrañable, biblioteca los libros relativos a Madrid ocupan un considerable espacio que suelo denominar: Madriteca. En ella hay de todo, como en botica: Historia, costumbres, edificios, parques, calles, gastronomía, noticiario, anecdotario y un amplio etcétera, que incluye, por ejemplo, cementerios.

Tan variada temática es fruto de la pluma (o ahora del ordenador) de gentes tan ilustres como, por ejemplo, Tormo, Luján, Carandell, Cela, Azorín o el actual Trapiello, pero también de amigos que no tienen nada que envidiar a los anteriores, como Carlos Osorio, Álvaro Benítez, Antonio Pasies, Adriana Sánchez o Maribel Piqueras. Yo mismo, con mi pedernal reciclado, ocupo un huequecito.

A estos libros en lo que se habla explícitamente de Madrid habría que añadir otro montón de ejemplares en los que Madrid aparece de fondo, lo que le convierte en un protagonista más, sin el cual no se entendería nada de lo que se lee y sucede en ellos. Baste citar las novelas de Galdós o Baroja para entender a qué me refiero.

Espacio de la Madriteca
¿Cómo elegir un libro en ese colectivo tan variopinto y designarle como mi favorito? Curiosamente me he decantado por una obra que no es un libro sino una Colección de fascículos publicados por Espasa-Calpe entre 1978 y 1980. En concreto, la Colección consta de 100 fascículos de edición semanal que empezaron a publicarse en octubre de 1978 (a mis tiernos 37 años) y concluirían 100 semanas después, en agosto-septiembre de 1980.

De acuerdo con mi idiosincrasia, fui comprando y leyendo semanalmente cada fascículo; cuando se llegaba a una veintena, compraba las tapas para encuadernarlos y le llevaba el conjunto de fascículos y tapas a Senén que componía con esmero cada tomo de la Colección. En total, son 2.000 páginas, distribuidas en 100 fascículos, agrupados en 5 tomos.

Cada fascículo incorporaba una contraportada con un/una madrileño/a ilustre con las que se podía componer un sexto y curioso Tomo. La tapa de cada tomo contiene el grabado notable de un edificio o monumento destacado de Madrid.

Grabados de las Tapas
Bien, pero ¿qué tiene de particular esta colección para que sea mi “libro favorito? Pues hay dos razones: Por un lado, me parece un claro exponente del madrileñismo del que presumimos propios y extraños; los nativos y los imprescindibles “paletos”. Por otro lado, es también fruto del mejor ambiente político, del mejor ejercicio democrático que hemos vivido. Desde la dolorosa añoranza de aquellos días, no pierdo la utópica esperanza de volver a vivir algo como aquello. Siguen algunos datos y argumentos que tratan de justificar mi selección y mis categóricas afirmaciones:

Marco político: El Prólogo de la obra lo escribe el Alcalde José Luis Álvarez en octubre de 1978, y en él describe Madrid como un compendio heterogéneo de virtudes (historia, arte, literatura…) pero también de problemas que no esconde, como los asentamientos defectuosos (El Puente de los Tres Ojos, Palomeras, La Celsa, le Tejar de Luis Gómez, Carabanchel o Valdecelada) o urbanizaciones equivocadas con equipamientos insuficientes (Lavapiés, Orcasitas, Vallecas y Canillas) y no esconde esas deficiencias, porque confía en conseguir un Madrid mejor que las supere. Pues bien, en las Elecciones Municipales de abril de 1979, aunque la mayoría la obtiene UCD, se proclama Alcalde Enrique Tierno Galván, que escribe el Epílogo de la Colección, dando continuidad y normalidad a la alternancia política, que culmina lo bien hecho, sin arrasar lo anterior por ser obra del “enemigo”. Esto es, en mi opinión: DEMOCRACIA.

Por su parte, el Contenido de la obra es, para mí, Madrid en estado puro. Para empezar cada Tomo tiene un Coordinador distinto, que ya imprime un cierto carácter fruto de su personalidad, y ¡ojo al dato! de los seis coordinadores, sólo tres son nacidos en Madrid (Terán, Navascués y Del Corral) mientras que Molina es jerezano, Azcárate, vigués y Bonet, coruñés; “Madrileñismo puro”.

La estructura de la obra es sencilla: Se toma el mapa de Madrid se delimitan zonas como piezas de un puzle y se encomienda a un autor (en ocasiones son dos) que la describa como él crea más oportuno, de acuerdo con la naturaleza de la zona y con la propia sensibilidad y experiencia de autor. Esto proporciona a la Obra una riqueza, una heterogeneidad y una cierta anarquía, que también me parecen muy “madrileños”. Conviven enfoques históricos, con los urbanísticos, los artísticos o los sociológicos en un encantador y didáctico totum revolutum.

Baste con algún ejemplo del Tomo 1: Plaza de Oriente-Carabanchel. Junto a descripciones “clásicas” como la que hace Mercedes Agulló de Sacramento, que podría ser la de un guía de los que enseñan Madrid, está la casi exclusivamente arquitectónica que Fernando Chueca hace La Almudena, que contrastan fuertemente con lo que escriben Elena Estella y Aurora García en el fascículo Latina (Lucero, Cármenes, Aluche), de profundo contenido sociológico.

¡Todo eso y más es Madrid!

Por último, señalar que el tomo de los Cien Madrileños Ilustres (entre los que hay 19 mujeres) también responde a la variedad de posiciones sociales, oficios y méritos de los cien elegidos, desde Isidro, a Beatriz Galindo, Carlos III, Luis Candelas, La Fornarina o Jardiel. De nuevo, MADRID


lunes, 29 de enero de 2024

Cirilo, el fantasma de la Plaza Mayor: Paco Gómez.

La Plaza Mayor de Madrid es una de las plazas más emblemáticas de la capital española. Un lugar lleno de historia y tradición, que ha sido testigo de grandes acontecimientos a lo largo de los siglos.

Pero la Plaza Mayor no solo es un lugar de alegría y celebración. También es un lugar de muerte y sufrimiento. Durante siglos, esta plaza fue el escenario de multitud de ejecuciones públicas, en las que cientos de personas perdieron la vida.

Durante los siglos XVII y XVIII las ejecuciones en la plaza eran el pan nuestro de cada día. Las crónicas apuntan que el patíbulo se situaba en el Portal de Pañeros si eran ejecutados mediante garrote. Los que morían en la horca eran colgados frente a la Casa de la Panadería, mientras que en la Casa de la Carnicería morían los ajusticiados mediante hacha.

Una de esas víctimas fue Cirilo, un joven campesino que fue acusado de asesinato. Cirilo fue condenado a muerte y ejecutado en la Plaza Mayor, a garrote vil.

Sin embargo, años después, se descubrió que Cirilo era inocente. Su muerte había sido una terrible injusticia.

Desde entonces, el alma de Cirilo no ha encontrado la paz. Vaga por la Plaza Mayor como un fantasma, buscando justicia.

Se dice que Cirilo aparece a las personas que se atreven a pasear por la Plaza Mayor a altas horas de la noche. Su figura fantasmal se puede ver vagando por los soportales, o sentado en una de las terrazas.

Los que han visto a Cirilo dicen que es una figura aterradora. Su rostro está desfigurado por el sufrimiento, y sus ojos están llenos de tristeza y rabia.

Cirilo es un fantasma que no olvida. Su historia es un recordatorio de la importancia de la justicia y la equidad.

Otras leyendas de fantasmas de la Plaza Mayor.

Además de la leyenda de Cirilo, la Plaza Mayor de Madrid alberga otras historias de fantasmas.

Se dice que el alma de un hombre que fue ejecutado por brujería todavía vaga por la plaza. Este hombre aparece a las personas que se atreven a practicar la magia negra en la plaza.


También se dice que la plaza está habitada por las almas de los que murieron en el incendio de 1631. Este incendio devastó la plaza, y se cree que las almas de las víctimas todavía están buscando a sus seres queridos.


La Plaza Mayor de Madrid es un lugar lleno de historia y misterio. Es un lugar donde el pasado y el presente se entrelazan, y donde la realidad se mezcla con la ficción.

domingo, 28 de enero de 2024

El Retiro: María Aguilar

 Nunca me planteé un lugar favorito dentro de la ciudad en que nací. Esta entrada resulta un poco decepcionante, sobre todo si se escribe para un blog relacionado con la capital de España. En cualquier caso, intentaré decir algo, con sentido y afecto, para esta villa.

Viví, hasta mi mayoría de edad, en el barrio de Salamanca. En mi infancia, mi ciudad se limitaba, a la calle Alcalá, calle Serrano, calle Goya, calle Velázquez, y aledaños. De Serrano de pura cepa: hay que reírse de uno mismo para empezar.

Si pienso, en esa época, un lugar que me resultara agradable, no me queda otra que pensar en El Retiro, y más concretamente, en la circunvalación del Paseo de Coches, y la estatua del Ángel Caído. Ir hasta allí, era como ir de excursión, dado el tamaño que debía yo tener por aquel entonces.

Ya de mayor, en aquellos lugares, que entonces me parecían mágicos, pude encontrar el motivo, que los hacía parecer así.

Bordeando La Rosaleda, hay muchos viejos pinos que se mantienen como en mi niñez, aunque Filomena haya cercenado unos cuantos. El cielo azul, la altura, tanto de los pinos como del lugar, hacen parecer a la zona como algo aislado de la ciudad, un lugar muy alto, que puede parecer un lugar de ninguna parte. Y aunque parezca mentira, esa es su magia: el lugar de nunca jamás. El lugar de la infancia.

Para rematar el paseo, nos encontramos con la escultura del Ángel Caído, obra del Ricardo Bellver, que ocupa el lugar donde estaba la fábrica de porcelanas, fabrica que, entre franceses con su invasión e ingleses con objetivos comerciales, se encargaron de destruir.

Fuera de ideas esotéricas sobre el diablo, y los seiscientos sesenta y seis metros de altura de la plaza, creo que es una de las esculturas más bonitas de Madrid. Da igual desde que ángulo la mires, es preciosa en todos sus ángulos. Todo en ella es movimiento. Cada vez que la veo, me acuerdo de su historia: Expulsado del Paraíso, por su soberbia, un defecto totalmente humano, y poco angelical. La escultura, es de un hombre muy terrenal, a pesar de sus fantásticas alas, dotado de la soberbia de la que se le acusa, y que grita de ira y miedo mientras cae...acusación injusta desde todos los ángulos, también.

El anillo de la condesa Castiglioni: Paco Gómez.

La historia de la condesa de Castiglioni (clic Aquí) y su anillo maldito es una leyenda que ha sobrevivido al paso del tiempo. La condesa, amante del emperador Napoleón III de Francia, se enamoró perdidamente del joven Alfonso XII, quien apenas contaba diecisiete años. Pero cuando se enteró de que el rey estaba comprometido con su prima María de las Mercedes, la condesa se llenó de celos y le envió un anillo envenenado como regalo de bodas. Cuenta la leyenda que el anillo era de oro y tenía un gran ópalo en el centro.

Vicente Parra y Paquita Rico

María de las Mercedes, la nueva esposa de Alfonso XII, se puso el anillo y murió poco después de tifus, con apenas 18 años. El anillo pasó a manos de María Cristina, la abuela de Alfonso XII y madre de Isabel II, quien murió dos meses después. Alfonso XII decidió utilizar el anillo y poco después sufrió un atentado del que salió ileso. El anillo pasó a la cuñada de Alfonso XII, la hermana de la reina fallecida María Cristina Francisca de Orleans, quien murió ocho meses después de tuberculosis en 1879.

El anillo siguió dando vueltas como una falsa moneda que de mano en mano va y ninguno se la queda. Pasó a las manos de María del Pilar de Borbón, quien según las crónicas tuvo una relación amorosa con el hijo de Napoleón III y cuatro meses más tarde murió en extrañas circunstancias en el balneario de Escoriaza en 1879. El rey volvió a colocarse el anillo maldito en su dedo y poco después murió de tuberculosis.

En su lecho de muerte, Alfonso XII le encargó a su segunda esposa, María Cristina, que donara el anillo a la Virgen de la Almudena. Hoy sabemos q ue este anillo está expuesto en el museo de la catedral de la Almudena, pero ya no tiene el ópalo que lo hizo famoso. Ahora es solo un anillo de oro, pero su leyenda sigue viva en la memoria de todos aquellos que han oído hablar de él.

Otras curiosidades sobre la Condesa: Es la iniciadora del selfie. Más información haciendo clic AQUÍ.

Si quieres conocer más sobre esta historia clic AQUÍ.

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El balcón de la discordia: Paco Gómez.



En la Plaza Mayor de Madrid, en tiempos de Felipe IV, se vivió un gran escándalo, que aún hoy se recuerda.

El rey, mujeriego y adúltero, tenía como amante a una cómica, llamada Marizápalos, hija adoptiva de Calderón.

Un día, el rey se atrevió a compartir el mismo palco con su esposa, Isabel de Borbón, y su querida Marizápalos.

La reina, indignada, expulsó a la artista del palco, ante la mirada atónita del público madrileño, que estaba más atento a este suceso, que al festejo de la arena de la Plaza.

Marizápalos, herida en su orgullo, convenció al rey para que le construyera un palco balcón que compita con el de la reina.

Los deseos de la concubina se cumplieron, y pronto se vio a la reina y a la cómica sentadas en palcos enfrentados, como dos reinas de un reino imaginario, disputando por el amor del rey.

Pero el promiscuo rey, pronto se cansó de Marizápalos, quizá por la cuarentena del embarazo y el parto de su hijo, a pesar de ser bautizado como "hijo de la tierra".

Condenada al destierro, es encerrada en un convento de San Juan Bautista, en Valfermoso de las Monjas.

La arrepentida llegó a ser superiora de la Santa Casa, pero la leyenda continúa y se dice que, en un descuido de sus guardianes, la cómica monja, se escapa, camino de Aragón, y se esconde en el límite de las provincias de Valencia y Castellón, en lo que llamamos la sierra Calderona, topónimo que debemos a su nombre.

Pero volvamos al origen de este relato, concretamente al sitio de la ubicación del balcón de la discordia en la plaza mayor.

Pues bien, el balcón de la discordia, se encontraba en el costado norte de la Plaza Mayor, en el edificio de la Casa de la Panadería.

Este edificio, que hoy alberga el Museo del Turismo, fue construido en el siglo XVII, y es uno de los más emblemáticos de la Plaza Mayor.

El balcón de la discordia, era un palco de madera, con una amplia ventana, que daba a la Plaza.

Desde allí, el rey y su amante, podían disfrutar de los festejos taurinos, y de las corridas de toros, que se celebraban en la Plaza Mayor.

Hoy, el balcón de la discordia, ya no existe. Fue destruido en un incendio en el verano de 1790. Pero la leyenda, sigue viva en la memoria de los madrileños, y en el corazón de la Plaza Mayor.

 

Pregunta final

¿Dónde se encuentra hoy el balcón de la discordia?

La respuesta es:

En la memoria de los madrileños, y en el corazón de la Plaza Mayor.


Clic aquí para leer la historia.

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viernes, 26 de enero de 2024

Cuentos y leyendas: Paco Gómez

Entre el cuento y la leyenda no hay una gran diferencia, son dos caras de una misma moneda, dos caminos que llevan a la misma esencia.

Los eruditos nos dicen que la leyenda se basa en un hecho real, mientras que el cuento es ficticio, pero ¿qué importa el origen? Lo importante es la magia, el poder de transportarnos a mundos lejanos, a lugares fantásticos, donde los sueños se hacen realidad. Yo prefiero los cuentos, aquellos que me hicieron feliz en mi infancia, aquellos que me llevaron a aventuras increíbles, a conocer a héroes inigualables. 

Como el inolvidable Saturnino Calleja, que con sus libros nos hizo vivir hazañas, nos hizo soñar, nos hizo creer en nosotros mismos.

Imprenta de Saturnino Calleja en la calle Valencia 28 en cuyo solar se edificó la casa en la que viví largos años.

Y a mi querido primo Arturo del Hoyo (Biografía AQUÍ), que a pesar de las dificultades, con su pluma (por rojo) nos regaló historias que nos hicieron viajar a otros mundos, a otras realidades.

Cuentos y leyendas, dos formas de expresión, dos maneras de contar, dos caminos que llevan al mismo destino: El corazón de los niños.

Lo diré de una forma más poética.

Cuentos y leyendas.

En la noche de los tiempos,

entre la luz y la sombra,

surgen los cuentos y las leyendas,

para contarnos historias,

para enseñarnos valores,

para alimentar nuestra imaginación.

Los cuentos son relatos ficticios,

que nos transportan a mundos lejanos,

a lugares fantásticos,

donde los sueños se hacen realidad.

Las leyendas, por su parte,

se basan en hechos reales,

pero a lo largo del tiempo,

se han ido transformando,

hasta convertirse en historias mágicas,

que nos hablan de héroes,

de monstruos,

de seres mitológicos.

Cuentos y leyendas, 

dos caras de una misma moneda,

que nos ayudan a comprender el mundo,

a descubrir nuestra propia identidad,

a volar hacia la esperanza.

Ocno Bianor, fundador de Madrid: Paco Gómez

Escudriñando en los libros de la Mitología antigua, y en viejos cronicones españoles de pasados siglos, podemos reconstruir, zurciendo retazos de noticias, cómo ocurrió la fundación de Madrid, a manera de cómo se reconstruye un puzzle histórico y legendario:

A la terminación de la guerra de Troya, sus habitantes fueron pasados al filo de la espada o sometidos a la más dura esclavitud. Solamente algunos consiguieron huir en la última noche, entre el resplandor de las llamas que consumían templos y palacios, y cuando corrían arroyos de sangre sobre el pavimento de las calles de la hermosa ciudad de Ilion.

Uno de los príncipes troyanos, Eneas, llevando sobre sus hombros a su anciano padre Anquises, y seguido por un puñado de leales, consiguió llegar al puerto y apoderarse de unas naves, con las que emprendió la desesperada aventura de encontrar una nueva patria, y tras llegar a Cartago y otros lugares, pudo recalar en Italia, donde fundó una ciudad de la que más tarde saldría el Imperio romano.

Menos afortunado que Eneas fue otro de los próceres troyanos, el príncipe Bianor, quien, no encontrando naves en el puerto, hubo de abrirse paso peleando, recorrió la Grecia asiática y después la Grecia europea, y pudo llegar al fin a Albania, donde fundó un reino. Este Bianor era el hijo de otro Bianor que en la guerra de Troya sucumbió peleando brazo a brazo con Agamenón. En Albania, pasado algún tiempo, murió Bianor y heredó el trono su hijo Tiberis, llamado también Silvio, que murió ahogado en un río, y que por sus buenas acciones y prudente reinado fue elevado a los altares como semidiós. Este Tiberis/Silvio había tenido dos hijos, el uno en legítimo matrimonio, que heredó el reino y el nombre familiar de Tiberis, y el otro lo engendró en una aldeana llamada Manto o Mantio, y a éste le puso el nombre de Bianor, en recuerdo de su antepasado troyano. Para evitar que pudieran pugnar ambos hermanos por heredar el reino, el prudente Tiberis decidió alejar de Albania al bastardo, y para ello colmó de riquezas a la madre, Manto, la cual, acompañada del pequeño Bianor, emprendió el viaje hacia la Italia del Norte, donde fundó la ciudad de su mismo nombre, Manto, que hoy llamamos Mantova o Mantua.

Cuando el niño Bianor creció y se hizo un hermoso joven, la madre quiso entregarle el reino de Mantua, pero Bianor lo rechazó, diciendo que en un sueño el dios Apolo se le había aparecido arrоjando sus flechas sobre la ciudad de Mantua, y que cuando él le interrogó por qué lo hacía, el dios le había contestado:

-Disparo mis flechas para matar a los malos espíritus de la epidemia.

-¿Qué epidemia?

-Una peste terrible que destruirá la ciudad, exterminando a sus habitantes.

-¿Y tú, poderoso Apolo, no puedes evitarlo?

-No; solamente puedo intentar luchar contra los espíritus que la traen. Pero hay un medio de impedir la mortandad. Que tú renuncies a reinar y abandones Mantua, dirigiéndote hacia el lugar donde muere el sol. Allí volveré a aparecerme a ti.

Cuando el joven Bianor explicó el sueño a su madre, ésta se burló de él y le dijo que aquella visión había sido el producto de una cena copiosa.

Pero a los pocos días murieron de una enfermedad desconocida el sacerdote de Apolo, el guardián de las murallas y el jefe de la caballería real. Comprendió la reina Manto que el sueño de su hijo había sido profético, y para satisfacer al dios Apolo autorizó a Bianor a emprender el viaje, no sin antes encargarle que en lo sucesivo se llamase con el prenombre Ocno, significando así que poseía el don de ver el porvenir en los sueños. Así Ocno Bia- nor, con la bendición de su madre, emprendió el camino de la peregrinación hacia donde muere el sol para salvar a su pueblo.

No es posible aquí relatar una por una las peripecias que ocurrieron al príncipe Ocno Bianor durante su piadoso viaje: de cómo pasó los Alpes en invierno y durmió durante tres días y tres noches en una cueva, abrazado a un oso feroz, que le dio calor con su cuerpo; de cómo un jabalí le guio mansamente hasta un valle donde encontró frutas para saciar su hambre; de cómo un cuervo le avisó de que unos sanguinarios bandidos le esperaban para matarle.

Ocno Bianor estuvo vagando por espacio de más de diez años, cruzando ríos y montañas. Se detuvo en aldeas de tribus salvajes a las que enseñó a fundir el hierro para hacer arados, observó el curso de los vientos y las nubes para predecir las cosechas y, guiado por las nocturnas estrellas, llegó por fin a un lugar en donde nuevamente se le manifestó el dios Apolo.

-Tu peregrinación ha terminado le dijo el dios, que ya no llevaba en la mano el arco con que disparaba sus flechas contra los espíritus de la peste.

-¿Puedo entonces regresar a mi ciudad de Mantua? -preguntó Ocno.

-Tu ciudad ya no es tu ciudad. Tu madre ha muerto hace ya tiempo, y tu reino ha sido ocupado por los romanos. Pero la felicidad de tu pueblo está asegurada por los dioses.

-Entonces, ¿qué debo hacer?

-Fundar aquí una nueva ciudad, poblarla y ofrecerla a los dioses.

-¿Y cómo podré hacer para que también esta ciudad sea feliz? Apolo guardó silencio y Ocno Bianor repitió su pregunta. Entonces el dios le respondió tristemente:

-Para que tu nueva ciudad sea feliz habrás de ofrecerle tu vida. Solamente cuando tú hayas muerto se habrá asegurado la pervivencia de tu ciudad por tantos siglos como vivan los mismos dioses.

Cuando despertó de su sueño, Ocno Bianor observó el terreno y lo encontró hermoso, apacible, abundoso de agua y rico en vegetación de encinas y madroños. Diseminados por los montes circundantes había pequeños grupos de chozas habitadas por gente de condición amable, que se ocupaba en el pastoreo. Habló Ocпо con el jefe de los ancianos de ellos y le interrogó: -¿Quiénes sois, de dónde venís y cómo habéis llegado aquí?

Antonio Mingote
-Nuestro pueblo es la raza de los carpetanos, y procedemos del Oriente. Nos llamamos «carpetanos» que significa los sin ciudad». Nuestros antepasados vinieron hace largo tiempo y se establecieron en esta península, donde construyeron grandes ciudades en la costa. Pero después llegaron otros pueblos y nosotros perdimos nuestra patria y nos refugiamos aquí, en el interior. Por eso nos llamamos los sin ciudad».

-¿Y por qué no habéis fundado otra ciudad como las que perdisteis?

-Porque, según nuestros sacerdotes, debemos esperar hasta que recibamos una señal de los dioses.

-Los dioses ya han decidido vuestra suerte -replicó Ocno Bianor. El dios más poderoso, el que dispara las flechas de su arco para ahuyentar a los espíritus de la peste, el hijo de Zeus y de Latona, el hermano de Diana, la que guía de noche la luna que de día caza en las florestas y en los bosques, me ha visitado,

-¿Para nosotros o para ti? murmuró desconfiado el anciano.

Ordenándome fundar aquí una ciudad para vosotros. 

-Para vosotros, porque el mismo dios Apolo me ha anunciado que yo no podré reinar en ella. El dios me ha dicho que si quiero que la ciudad pueda vivir feliz, habré de ofrecerle mi vida.

Aceptaron los ancianos la propuesta de Ocno Bianor, y en seguida llamaron a las tribus de carpetanos que estaban dispersas por toda la comarca, desde el río Tajo, el que lleva en su corriente pepitas de oro, por lo que fue llamado «Tagus aurifer», hasta las blancas sierra del Guadarrama; desde los altos de las navas hasta la llanura que se pierde por el Oriente.

Los carpetanos, los hombres sin ciudad, reunidos en torno a Ocno Bianor, comenzaron a labrar su nueva patria. Poco a poco, valiéndose de adobes cocidos al sol, trazaron el recinto de la muralla. Y dentro del recinto construyeron sus casas, un palacio y un templo, tal como habían sido las ciudades de sus antepasados.

También hicieron algunas casas de piedra para los ancianos y sacerdotes. Cuando la ciudad estuvo terminada, dispusiéronse a consagrarla

a los dioses, pero entonces surgió la discordia, pues mientras los primeros que habían hablado con Ocno Bianor aceptaban al dios Apolo, del cual Ocno había sido mensajero, los llegados de la sierra querían mantenerse fieles al culto de los toros y verracos de piedra. Para evitar la discordia, Ocno suplicó a Apolo que se manifestara y le iluminase con su sabiduría. Tras hacer oración se reclinó en el lecho y se quedó profundamente dormido. Entonces vino Apolo a su sueño y le dijo:

-La ciudad debe ser consagrada a la diosa Metragirta, llamada también Cibeles, que es diosa de la Tierra, hija de Saturno, y que lleva un disco de oro en la mano, y a la que también se llama la buena diosa.

Después añadió Apolo:

-Tu momento ha llegado. Si ahora ofreces tu vida, cesará la discordia y la ciudad se habrá salvado. Si no lo haces así, tus

hombres se matarán unos a otros y la ciudad se perderá. Cuando Ocno Bianor despertó de su sueño reunió a los ancianos y les dijo:

-La voluntad de los dioses se ha manifestado durante mi sueño. Y les explicó cuanto le había dicho Apolo. Y añadió: Ahora debo morir, y para ello habéis de abrir un profundo pozo en el que me sepultaré vivo. Cuando yo haya muerto tendréis la confirmación de cuanto os he dicho, y terminará pacíficamente vuestra discordia.

Cavaron entonces, como ordenó Ocno, un profundo pozo y labraron una gigantesca piedra para taparlo. Cuando todo estuvo dispuesto, Ocno Bianor se purificó con abluciones, ciñó a su frente una corona de flores silvestres, que ató con una cinta, y tras abrazar a los ancianos, descendió al fondo del oscuro pozo, que inmediatamente cubrieron con la losa. Todo el pueblo permaneció sentado alrededor del pozo durante toda una luna, esperando el milagro. Allí comían y dormían, y el resto del tiempo lo dedicaban a los cánticos fúnebres y a la oración.

La última noche de aquella luna se desató una terrible tormenta, y al resplandor de los relámpagos vieron todos cómo desde las cumbres del Guadarrama descendía una nube en forma de carro sobre el que se adivinaba, vagamente modelada, la figura de una mujer.

-¡Es el carro de la diosa! -gritó el jefe de los ancianos.

-Es Metragirta, la madre de los dioses.

Todos cayeron de rodillas y humillaron el rostro en la tierra, porque no se puede mirar de frente a los dioses. Entonces se sintió temblar la tierra y cayó del cielo una espesa cortina de lluvia, que obligó a todos a dispersarse y refugiarse en sus casas.

A la mañana siguiente cuando acudieron a ver el pozo que se había convertido en la tumba de Ocno Bianor, la losa había desaparecido y en su lugar había nacido la hierba entre la que aquí y allá aparecían esmaltadas flores.

Desde entonces la ciudad se llamó con el nombre de la diosa, Metragirta, nombre que, con el paso de los siglos, pasó a ser Magerit y Madrid.

La ciudad unas veces creció, otras se hizo más pequeña, alter- nativamente, pero nunca desapareció ni desaparecerá, tal como Apolo, el que dispara sus flechas contra la peste, le prometió a Ocno Bianor, y éste a los que se llamaban carpetanos, que significaba hombres sin ciudad, y que a partir de entonces ya tuvieron una patria.

Esta leyenda, como todas las leyendas, debe tener un remoto origen histórico real. Durante siglos fue creída como cosa cierta, aunque deformada y embellecida por la transmisión oral y literaria.

Sólo en el siglo XIX, al poner de moda los escritores del Romanticismo la explicación árabe de la historia y el arte español, se puso en tela de juicio el origen de Madrid como anterior a la época árabe. Forzosamente había que admitir que Madrid debía su fundación al castillo o fortaleza de Magerit, construido por el emir Muhamad I, para la defensa de Toledo ante el avance de los cristianos en la Reconquista. De Magerit saldría el vocablo Madrid, y de un castillo o fortaleza saldría una villa o pueblo cada vez más grande, que se convertiría en la capital de España.

Hoy las cosas no parecen tan sencillas. Por lo pronto sabemos con certeza que Madrid estuvo poblado mucho antes de la época musulmana, puesto que en excavaciones arqueológicas han aparecido restos de poblados de la Edad deli Hierro, de la Edad del Bronce y de otros civilizaciones no identificadas pero que prueban la existencia de una ciudad o como le queramos llamar, que abarcó no pequeña extensión en la ribera del Manzanares, llegando hasta el Arco de Santa María, donde también han aparecido objetos cuya antigüedad se remonta a una época anterior a la romanización de España. Por otra parte, los filólogos no están ya tan seguros como los del siglo XIX de que Magerit fuera el nombre creado por los árabes para una fortaleza de nueva planta, sino que parece más probable que los árabes conservasen un nombre ya existente en el lugar, aunque modificasen algo su fonética, arabizándolo. El parentesco que parece haber entre el nombre de Madrid, tal como puede reconstruirse que sería antes de los árabes, y otros topónimos del Oriente Medio, anteriores a la islamización (Mayyit en Israel, Ma- tartas en Egipto junto a Suez, y Maghra al sur de Alejandría), apoya la antigua leyenda de que Madrid fuera fundado por un personaje procedente de la Grecia asiática, como Ocno Bianoor, descendiente de la a la vez legendaria e histórica Troya.


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lunes, 22 de enero de 2024

Las Vistillas 1/2: Rafael Martín

 

1. PRESENTACIÓN

Si has nacido en el número 3 de Gabriel Miró, has vivido allí 25 años y, al casarte, te has trasladado a su espalda, a menos de 100 metros, como es mi caso, no creo que puede sorprender a nadie que haya elegido a Las Vistillas como mi jardín favorito de Madrid.

Quizás la única sorpresa pueda provenir de calificar a las Vistillas como “jardín”, cuando la RAE define el término como: Terreno donde se cultivan plantas con fines ornamentales. Desde luego, las Vistillas no responde (salvo en la segunda plaza) a esa definición, pero no obstante su denominación oficial es la de Jardines de las Vistillas y a ella me acojo.

Las Vistillas han sido: todo, durante mi infancia; un escenario de fondo, en mi adolescencia y parte de mi madurez; una referencia recuperada, durante la infancia de mis hijas y aún ocupa un cierto papel, no protagonista, en mi presente.

En lo que sigue, me centraré en los jardines propiamente dichos, pero con frecuencia consideraré su entorno más inmediato porque forma parte indisoluble de esta historia, como por ejemplo para constatar que en la que era en los 40 la “casa nueva” de la Travesía de Las Vistillas vivieron, entre otras, la familia cinematográfica de los Ozores, la familia folclórica de los Vargas o Clemente Fernández, defensa derecho del Real Madrid (el de la alineación que empezaba: Bañón, Clemente, Corona…), a quien le “pasábamos” la pelota cuando le veíamos y nos hacía el honor de devolverla, cosa que festejábamos como un triunfo. Otro vecino notable era el estudio de Zuloaga en el 7 de la Plaza, pero ésta fue una información de adolescente, ya que en mi niñez lo importante es que el bajo estaba ocupado por el taller y alquiler de bicicletas de Berges (¿o Verges?).

Mis Vistillas son el resultado de la “urbanización” de las Vistas de San Francisco que aparecen en la Topographia de Texeira de 1656, y que, utilizadas como mercados abiertos como el de sandías de la foto, llegaron con escasas modificaciones hasta el primer tercio del siglo XX.


Se puede observar que la casa donde estuvo el Estudio de Zuloaga (y el taller de bicicletas) aún no se había construido.

Por cierto, que en el Texeira aparecen dos Vistas más: la de Dª María de Aragón, situada donde hoy está la entrada norte de los Jardines de Sabatini, frente al Senado y las de la Puerta de la Vega, situadas donde hoy están los Jardines de la Cuesta de la Vega y más en concreto, el jardín superior dedicado a Boccherini. Las tres ubicaciones permitían una visión muy parecida: abajo, el río Manzanares y arriba, el horizonte occidental de Madrid, con sus increíbles puestas de sol, pero de las tres sólo ha permanecido como tal Las Vistillas. Ignoro quién, cuándo y por qué se tomó la confianza de cambiar  Vistas por Vistillas, como haciéndolas de menos, cuando debería haberlas subido de nivel llamándolas Las Vistazas, lo que habría sido más justo.

La urbanización de Las Vistillas debió empezar en los años 30 (García Mercadal), debió parar y sufrir una cierta marcha atrás durante la guerra, para concluir a mediados de los cuarenta (Herrero Palacios). Lo último en terminarse, y tengo memoria de ello, fue la pérgola de la tercera plaza. Algo más tardía fue la construcción de las Escalerillas de la Cuesta de los Ciegos, que los chicos de entonces celebramos subiéndolas y bajándolas de forma algo obsesiva.

Una curiosidad: Recuerdo la plantación de los arbolitos (entonces) de la acera y recuerdo que pasó por mi mente alguna reflexión sobre su crecimiento con los años. Hoy, los que han sobrevivido a las distintas inclemencias, incluida la “filomena”, alcanzan al 5º piso de mi casa, es decir, unos 18 metros.

La solución dada para salvar el fuerte desnivel de las Vistas fue crear tres terrazas y ubicar en ellas sendas plazas conectadas por escaleras. Con el gracejo y la imaginación que caracterizan al madrileño, de inmediato los vecinos las denominaron: Primera, segunda y tercera plaza. Ni Arniches lo habría mejorado.

Ese diseño permitió diferenciar cada plaza: En la primera se habilitó una amplia explanada despejada, inicialmente con suelo de tierra, ideal para correr, jugar (nosotros queríamos dedicarla al noble deporte del balompié, pero a los guardas jurados no le parecía bien) y otros usos a los que me referiré de inmediato.

La segunda era y es un jardín propiamente dicho, con sus parterres y una fuente central que en algunos momentos acogió unos pececillos colorados (en aquellos años no podían ser rojos). Esta plaza acogió desde el principio gente de edad y niños pequeños con sus madres o cuidadoras. Para nosotros era lugar de paso, pero no de estancia.

La tercera, la más pequeña y la última en terminarse, no tuvo nunca un carácter muy definido, y desde luego tenía escaso atractivo para nosotros, más allá de ser el acceso obligado a la cuesta occidental. El diseño final incluyó sendos kioscos, similares a los que hay en el Retiro y el Parque del Oeste, por ejemplo, lógicamente pensados para expender bebidas refrescantes, en las correspondientes terrazas, tan madrileñas ellas. El sitio es ideal, como lo demuestra el éxito del Ventorrillo situado en la parte alta de la calle de la Morería, pero sólo recuerdo que funcionaran así en dos o tres ocasiones durante las fiestas. Para mí es una incógnita nunca resuelta.

Quiero completar esta media entrada de Las Vistillas con esos otros usos que he mencionado antes, que imagino estaban en la mente del diseñador definitivo y, en concreto en lo que se refiere a esa explanada expedita de la primera plaza. Me refiero a los usos de ocio musical, que incluían inicialmente la kermés y los conciertos por La Paloma, y que han derivado actualmente en multitud eventos musicales por San Isidro u otras muchas celebraciones.

Cuando llegaba agosto, el Ayuntamiento nos birlaba la primera plaza; procedía a vallar todo el perímetro, instalaba un escenario en la este y unos puestos de comida y bebida en el ala oeste, la que está medio ajardinada, todo ello para ofrecer la Kermés de Las Vistillas y poder controlar y cobrar la entrada, durante las Fiestas de la Paloma. La kermés tenía canción propia que aún recuerdo parcialmente.

Las molestias para los vecinos no eran pocas (ruidos, música nocturna, aglomeraciones, olores a fritanga, alguna que otra pelea entre malos bebedores, etc.), por lo que mi padre celebraba con alborozo, desde nuestros balcones del cuarto piso cuando caía uno de esos chaparrones de verano, corto pero con gruesos goterones, que hacía correr a los kermesistas a buscar un refugio inexistente. Era una venganza algo sádica de quien tenía que madrugar al día siguiente.

Una agradable compensación era el concierto que daba la banda municipal y que mi padre “codirigía” a balcón abierto y nos anunciaba el final de las piezas con un: ¡Ahí queda!

La kermés era amenizada por un presentador y por distintos grupos musicales que nos obsequiaban con el repertorio de baile más popular de aquellos años. Recuerdo que cuando la noche avanzaba uno de aquellos inefables “crooners” consideraba que había llegado la “hora golfa” y versionaba una cancioncilla que debía decir: contigo me voy en bote, en bote me voy contigo y lo que cantaba era: contigo me doy el lote, el lote me doy contigo. Ni que decir tiene que tenía gran éxito.

Hasta aquí la primera parte, la PRESENTACIÓN, de mi jardín favorito. Como diría mi padre, ¡ahí queda!

Como suele suceder me he tropezado casualmente, en el magnífico blog titulado Historias Matritenses  con una fotografía aérea de Las Vistillas de 1927, que no tengo más remedio que compartir en este Nuestro Madrid.

Entre otras cosas, no está, como es obligado, el bloque de cuatro edificios en donde está la casa en la que nací, ni el ala norte del Seminario pero lo que se puede observar con toda nitidez son las Vistas de San Francisco, casi tal como las pudo ver el "Poverello" de Asís. Ni jardines, ni puestos de melones o sandías, ni niños jugando al futbol, las bolas o el peon: el descampado y las cuestas tal como las dejaron los carpetanos. Hay, sí, unas rudimentarias escalerillas que sirven a unos edificios el pie de las cuestas totalmente desaparecidos

 

Las Vistillas 2/2: Rafael Martín

 2. VIVENCIAS

En la primera parte (la PRESENTACIÓN) de mi jardín favorito he afirmado que durante mi infancia Las Vistillas lo fueron todo. Quizás exagero un poco, pero lo cierto es que ellas ocupaban prácticamente todo el tiempo que me dejaban libre el colegio y el descanso nocturno. Vivíamos en Las Vistillas.

Al hablar de mis vivencias soy consciente de que mezclo recuerdos que corresponden a diversas edades entre, pongamos los 6 y los 15 años, y la edad era muy importante porque aquella “sociedad” estaba muy estratificada por edades; una cosa eran los “mayores” y otra muy distinta los “pequeños”, aunque la diferencia no fuera superior a los 3 o 4 años. Los “pequeños” debían volar bajo, no incordiar a los “mayores”, ni pretender compartir juegos con ellos, de no ser expresamente invitados a hacerlo. Cualquier transgresión de esas normas podía conllevar graves castigos, como la incrustación de chicle en el pelo, de la que fui víctima para desesperación de mi madre. Espero no habérselo hecho yo a ningún “pequeño”. Al menos no lo recuerdo.

Tras salir de clase las madres nos proporcionaban la merienda y nos lanzaban a Las Vistillas hasta casi la cena, con una encomienda severa: “¡No salgas de la Plaza!”, encomienda que reforzaban con la esporádica inspección visual desde el balcón. Sabían muy bien del atractivo de las cuestas que circundaban la Plaza y de las calles aledañas. Cuando era necesario, las madres se asomaban al balcón y gritaban nuestro nombres; de no oírlo en directo, siempre había alguien que sí lo había oído y que trasladaba el mensaje: ¡Oye, que tu madre te está llamando! Y hala, corriendo para casa, inventando por el camino una excusa creíble.

Pero si no había nada que lo impidiera lo nuestro era jugar en Las Vistillas. He intentado recordar y ordenar la infinidad de juegos a los que nos entregábamos de cuerpo y alma:

Juegos con objeto:

Bolas, preferentemente el gua; Clavo, bajaba (subrepticiamente) un pasador que mantenía vertical una cama mueble que podía abrirse inesperadamente; Peón, con mi disco de Newton; Taba, con su rey, su liso, su tripa y su hoyo; Güitos, los huesos del albaricoque (claro, en verano), con los que también fabricábamos silbatos: Chapas, preferentemente para hacer carreras por circuitos tortuosos o partidos de fútbol, aunque esto lo practicábamos normalmente en casa. Las chapas más codiciadas eran las de Martini, por su menor tamaño. La “creación” de un buena “chapa de carreras” era un arte, con la cabeza de un ciclista, un cristal redondeado en la llave de las farolas, una anilla y cera o brea para fijar todo y darle peso; y por supuesto Fútbol, que practicábamos con pelota de goma, con pelota de trapos o papel, e incluso con piedras entre bocas de alcantarilla enfrentadas. Con pelota, también jugábamos al balón prisionero.

Juegos sin objeto:

Los de correr, como el peligroso látigo, que solía hacer volar al último miembro de la cadena; el divertido cortahílos, que recordaba a los recortadores de toros; el entretenido rescate; el tula (tú la llevas); el más pacífico escondite o alzo la malla; el pañuelo, que ya permitía jugar con chicas y algunos otros, estáticos y más violentos como el dola o pídola, en el que se quedaba recibía las tabas y liques de los que saltaban sobre él, a veces apoyándose con los nudillos, en lugar de las palmas de la mano. La variedad del burro hacía bueno el nombre.

Otras diversiones:

Las Vistillas, con sus vallas, sus escaleras, sus bancos y sus poyos pétreos, nos invitaban a saltarlos y hacer mil diabluras, como las que hoy hacen los que practican el “parkour”.

Como complemento de todos los anteriores que se llevaban a cabo dentro del recinto de las tres plazas, también extendíamos en sus aledaños algunas de nuestras actividades, unas sencillas y tranquilas y otras con cierto riesgo. Por ejemplo, las cuestas de la izquierda de las Escalerillas nos servían para deslizarnos, si era posible sobre la tapa de hojalata de una caja de galletas; de no disponer de ella, eran nuestras suelas o nuestro pantalón quienes se desgastaban. Las cuestas de la derecha nos estaban vedadas porque había unas cuevas presuntamente habitadas.

Otra actividad ciertamente peligrosa, que no me atrevo a tildar de juego eran las pedreas con nuestros enemigos, los chicos de la calle Jerte.

Más tranquilas eran las destinadas a molestar a las chicas que jugaban pacíficamente a la cuerda, a las casillas (rayuela) o al diábolo.

Había una actividad tranquila y peripatética que recuerdo a medias que podría llamar Sorpresa. Consistía en visualizar siete  cosas; el que lo conseguía recibiría una sorpresa. Se paseaba por la calle y se iban localizando los objetos. Alguno de los que recuerdo era: Ropa tendida, ¡sorpresa! Gorra de plato, ¡sorpresa! Coche amarillo, ¡sorpresa! Carro con mula, ¡sorpresa!, y así sucesivamente.

También recuerdo, y eso certifica mi edad, acompañar al farolero que, con su pértiga terminada con un mechero, iba abriendo las espitas y encendiendo las ¡farolas de gas!

Acabo con una vivencia entrañable ligada a las noches de verano en las que después de cenar todos bajábamos a las Vistillas, para hablar, contarnos historias o ver las estrellas fugaces, tendidos boca arriba sobre las anchas vallas que delimitan la primera plaza.

martes, 16 de enero de 2024

El imperdible perdido: Paco Gómez.


El imperdible perdido

Perdí el imperdible,
y ahora lo encuentro.
Tropecé con él,
a pesar de ser un imperdible.

Quizá sea de Fortuna,
o tal vez de Jacinta.
Y ya te he dado muchas pistas,
para que no me digas nada.


lunes, 15 de enero de 2024

Callejones de los Austrias: Maribel Piqueras

 

Me gusta perderme por esos callejones del Madrid Austria, generalmente alejados del bullicio de otras zonas del centro histórico. El arco mudéjar del portón de la antigua casa de los Lujanes nos introduce en la calle del Cordón, como homenaje al cordón franciscano de Cisneros, cuyos descendientes mandaron construir la gran edificación del lado derecho de esa calle. ¿No os trae recuerdos de Toledo? Esas casas de gran altura unas junto a otras, donde se aprecian los muros de mampostería y el lateral de la Casa de Cisneros (sólo en ese tramo se ve claramente la gran profundidad que tiene y que no se aprecia desde la fachada a la Plaza de la Villa). Están tan cercanas que sus vecinos bien podrían susurrar a través de sus respectivas ventanas.

Recorrer esas calles y suelos es pasear sobre la Historia de nuestra capital. Incluso en los muros de la Casa de Cisneros hay restos de silex y piedra de la antigua muralla medieval de Madrid, una “muralla reciclada”, ahora que se lleva tanto ese término. Y, sobre piedras, cuánto sabe mi amigo Rafael Martín.

Pasamos la calle Sacramento y San Justo para bajar hasta la Plazuela de San Javier. Se dice que es la plaza más pequeña de Madrid. Las calles de su entorno forman un entramado hasta llegar a la bajada hacia lo que era el antiguo arroyo de San Pedro, hoy calle de Segovia. La Plazuela es un auténtico rincón castellano, rodeada de zócalos de granito, muros de ladrillo y casas bajas con sus entradas enmarcadas en granito. También se aprecian las vigas de pino de Valsaín y tantos siglos de historia en esas casas Austrias con oscuros zaguanes. Muchas veces estoy en soledad en ese punto, respirando calma y paz, que no da la sensación de que habito en Madrid, una capital del s XXI.

Volvemos a subir para coger algunas callejuelas del otro lado de San Justo, como la de Puñonrostro. Lleva el nombre de una antigua familia noble madrileña que tenía propiedades en toda esta calle y también en la plaza del Cordón. Carlos V concedió el título de Conde de Puñonrostro a Juan Arias Dávila, por haberle defendido contra la rebelión de los Comuneros. Esta pequeña calle parte de la calle San Justo para terminar en la Plaza de Miranda. Bordea pues, el lateral de la Basílica de San Miguel. En el s XVI una de estas casas pertenecientes a los Puñonrostro fue alquilada por el secretario Antonio Pérez, y en ella tuvo lugar la famosa anécdota de que, viéndose rodeado para meterlo en prisión, Antonio Pérez salto hasta la vecina iglesia de San Justo. En uno de los bajos de la calle guardan con mucho cariño todo lo referente a la Hermandad Sacramental y Cofradía de Nazarenos del Cristo de la Fe y el Perdón.

El Pasadizo del panecillo era un pequeño callejón que comunicaba la entrada al Palacio Arzobispal con la Plaza del Conde de Barajas. En él repartían pan a los pobres.

Se cerró con rejas por motivo de seguridad. Unas vistosas escaleras nos señalan que en ese punto empezaba el callejón, junto a la barroca puerta de granito, que era la puerta de entrada principal al Palacio arzobispal, mandado construir en el s XVIII por la reina Isabel de Farnesio, para que los arzobispos de Toledo tuvieran un lugar solemne en su visita a Madrid. Hay que recordar que Madrid no tuvo obispo hasta 1885 y siempre dependía del arzobispado de Toledo. 
Relacionado con ese edificio está la calle de la Pasa, donde el que “no pasa no se casa”. Por estas zonas ya nos encontramos más barullo, ya que hay cercanos varias tabernas y restaurantes. Pero la calle de la Pasa también tiene su encanto y se muestra tranquila en muchas ocasiones. Ahí da la puerta del archivo del palacio arzobispal, donde se guardan todos los expedientes de matrimonios, bautizos, defunciones y demás que sucedieron en Madrid desde su creación como diócesis. Por eso, al registrar los matrimonios, se acuñó ese dicho anterior. 
También da a la calle de la Pasa el local de los artistas que exponen los domingos en la cercana Plaza del Conde de Barajas. Es maravilloso contemplar e irse parando uno a uno, en los diferentes estilos de este pequeño Montmartre madrileño. Acuarelas, óleos, retratos, grabados, con temas, técnicas y tamaños para todos los gustos. Realmente tienen calidad, porque no puede exponer ahí cualquiera, sino que los artistas deben pasar antes un examen. Una última y discreta puerta que asoma a la calle de la Pasa, enmarcada en granito, sirve para acceder al jardín del Palacio arzobispal. Sus discretos muros esconden un sobrio jardín del que asoma solo la palmera. Al ser un palacio del siglo XVIII, los jardines solían colocarse en la parte trasera. Recordad por ejemplo el de Liria o el del Palacio del Infante Don Luis en Boadilla, todos ellos del siglo de la Ilustración.

Palacio: Rafael Martín

Elegir el Palacio Real como mi edificio favorito de Madrid puede parecer una obviedad, y a lo mejor lo es; con sólo considerar sus 135.000 m2 o sus 3.418 habitaciones que le convierten en el mayor palacio de la Europa Occidental, ya sería suficiente. Si a eso se une su historia y su riquísimo contenido de obras de arte, mobiliario, tapices, instrumentos musicales, relojes, jarrones, etc., la obviedad se convierte en certeza.

Pero no es nada de esto, por importante que sea, lo que justifica mi elección, sino otro tipo de consideraciones surgidas de mi relación con el Palacio, por mi condición de madrileño de a pie.

Para que se me entienda bien debo empezar por compartir una idea sencilla: Yo vivo en el número 26 de la calle de Bailén y el Palacio está ubicado entre los números 2 y 6 de la misma calle; somos, pues, vecinos.

A esta entrada del blog que acoge a los favoritos de los contertulios la he llamado simplemente Palacio, porque no sé muy bien cómo debería denominarla. Me explico: Lo de Palacio Real no me parece lo más apropiado, ya que los Reyes no viven en él. De hecho, el último jefe de estado que lo habitó fue Manuel Azaña, siendo Presidente de la República, claro que por aquel entonces se le denominaba Palacio Nacional.

Franco renunció a habitarlo, pero lo utilizó como “escenario”: Escenario de actos oficiales; escenario de la presentación de Credenciales; escenario de manifestaciones entusiastas de adhesión a su gestión; escenario para la exposición de su cadáver (¡cómo habría disfrutado viendo las interminables colas que se formaron!). Pero no sólo renunció a habitarlo, sino que tampoco le pareció bien usar el adjetivo y nuestro Palacio, el Palacio de mis primeros 30 o 40 años de vida paso a ser el Palacio de Oriente, lo que no puede ser más sorprendente y contradictorio.

A cualquier madrileño que no esté desnortado, le resulta evidente que el Palacio está situado al occidente de la Villa, por lo que el nombre debería ser, Palacio de Occidente, una vez que los corifeos del franquismo debieron de desechar la idea de llamarle, Palacio Generalisimal, que habría sido lo propio. Pero no, optaron por identificarlo como el “palacio que está en la Plaza de Oriente”, (¡plaza que se llama así porque está en el oriente del palacio!). Entiendo que el nombre más apropiado habría sido: Palacio de la Plaza que está al Oriente del Palacio.

¡Señores, qué follón!

Pero hay otra particularidad de nuestro Palacio que merece destacarse porque me parece como muy madrileña y es que está en medio de la calleComo muestra claramente la foto, si uno va distraído, por ejemplo, mirando el móvil, se puede dejar la frente (o los cuernos, de tenerlos) con las repisas de las ventanas. Ese madrileño que vive en la calle comparte espacio físico con el edificio más emblemático de su ciudad.

Es el momento de considerar cómo y dónde están ubicados Versalles o Buckingham en París y en Londres. ¿Están en medio de la calle o están alejados del parisino o del londinense, y separados de ellos por recias verjas y profundos jardines? Nuestro Palacio está ahí, para que los madrileños podamos sentir la cercanía de nuestros jefes de estado, para vitorearlos, aclamarlos, alentarlos, casi abrazarlos... o correrlos a gorrazos, según nos cuadre.


domingo, 14 de enero de 2024

La chatarrería de Paco Gómez.

Vivía en la calle Peñuelas, en el número 7, casi junto al paseo de las Acacias. Mi padre era muy parecido a Rafael en sus opiniones constructivas de Madrid. Para Rafael, Madrid se construyó con los elementos líticos que provenían de la demolición de la muralla de Madrid. Para mi padre, casi todas las construcciones de principios del siglo XX procedían de la demolición de los edificios para abrir la Gran Vía. Mi padre decía que esta casa estaba construida con este material.

La calle Peñuelas no era muy comercial. Lo bueno de esta calle es que todos nos conocíamos. Pasábamos mucho tiempo en la calle. La vida era muy tranquila y yo diría que casi vivíamos en comunidad. Todos los mayores se ocupaban de los más pequeños, incluso de su educación.

En el número 5 había una chatarrería. Era regentada por una señora llamada Juana, que era más mayor que mi madre. Tenía dos hijos veinteañeros que siempre salían de la tienda-vivienda muy trajeados. Nunca conocí a su padre, pero a los niños no nos importaba. Estábamos libres de los prejuicios de los mayores, y mucho más en aquellos años.

En la chatarrería de la señora Juana pasaba mucho tiempo. Allí jugaba en ese gran almacén lleno de todo tipo de cachivaches y achiperres de metal. Muchos de ellos los utilizaba como trebejos, para mi diversión.

Según entrabas, a mano izquierda estaba situada una báscula tipo "ariso". Esa báscula de plataforma, la báscula de Quintenz, era mi pasión. Me gustaba saltar encima de ella y escuchar el ruido que hacía. La señora Juana la manejaba a la perfección. Los chamarileros que entraban en el almacén colocaban sus cargas encima de la plataforma de la báscula y, después de llegar a un acuerdo sobre la compra de la mercancía, la pesaba y cerraba el trato.

Recuerdo haber hecho algún trato con Juana. En casa, cuando se fundía una bombilla, mi padre me la regalaba. Era un material preciado. Mi hermana y yo bajábamos a la calle, y estampábamos contra el suelo la bujía. Pisábamos el casquillo, que era de cobre, y se lo vendíamos a la señora Juana. Ella nos pagaba una perra gorda, que gastábamos en pipas.

El almacén era también la "sala de comunicaciones del barrio". Justo después de pasar el almacén, al fondo, en la entrada de la puerta que daba a la vivienda, en la jamba de la puerta estaba colgado un gran teléfono negro. El auricular del teléfono se colgaba a la derecha del aparato.

En un día determinado y por la tarde, bajábamos mi madre y yo a la chatarrería. Mi madre y Juana se sentaban en una silla y pasaban el rato cosiendo y al mismo tiempo "cortando mangas para chalecos", mientras esperaban la llamada de mi abuelo desde el pueblo.

La casa de mis abuelos disponía de un teléfono. Era un teléfono negro de mesa, pero no tenía rueda de marcar. Funcionaba mediante una operadora. El aparato tenía en un extremo una manivela que, dando vueltas, se comunicaba con la operadora y esta hacía manualmente lo que el otro teléfono hacía de forma mecánica. Para comunicarnos con otra población, se necesitaba pedir una "conferencia" y esto lo hacía de forma manual la operadora. Creo que ahora las llaman "las chicas del cable". Este proceso podía durar horas de espera.

Pero por fin la magia se hacía y el teléfono sonaba. En estos momentos se rezaba para que fuera la conferencia y no fuera una llamada inesperada, ya que de lo contrario no se podía establecer la comunicación.

En toda la tarde siempre estaba puesta la radio, un aparato con muchos botones de marca Marconi. Esto me recuerda aquella canción, en aquellos momentos de moda, cantada por Monna Bell, "Comunicando"CLIC AQUÍ PARA ESCUCHAR..

Una vez cumplida la operación y tras otro rato de conversación, nos marchábamos a nuestra casa.