Ya que la próxima reunión de
la Tertulia la vamos a dedicar a la salud, la sanidad (que al parecer va por
barrios), a los médicos, al veganismo e, incluso, a nuestros alifafes, me ha
parecido oportuno dedicar una entrada del blog a los médicos de mi infancia, que meteré con calzador entre mis personajes
populares favoritos.
Antes que nada, debo empezar
declarando que mi deformación jardeliana me ha llevado siempre a poner en solfa
a la clase médica, a la que Jardiel fustigó frecuentemente en sus novelas y
obras de teatro.
Cuando he expresado entre
familiares o amigos mis reservas sobre los galenos afirmando, por ejemplo, “que
hace falta estar muy sano para ir a verlos”, he recibido las consiguientes
rechiflas por parte de los “creyentes”. En defensa de mi opinión siempre he
argumentado lo siguiente:
“Compartí la carrera con varias decenas de
compañeros ¿a cuántos de estos ingenieros (la pregunta es válida para promociones
de abogados, economistas e incluso médicos) le confiaría una empresa de mi
propiedad? La respuesta es que no a más de cuatro o cinco. Pues bien, uno va a
una consulta, le recibe un médico (que normalmente no es doctor) y pone en sus
desconocidas manos nada más, ni nada menos, que su salud y su cuerpo. ¿Has dado
con uno de esos cuatro o cinco? ¡Enhorabuena! ¿Has dado con uno del resto? Pues…”
Y todo esto teniendo una
ahijada traumatóloga, que sí está entre esos cuatro o cinco de su promoción.
Pero como el saldo de mi
experiencia es positivo, quiero rendir homenaje a los médicos de mi infancia
como aperitivo a la próxima tertulia.
El primero y principal es Don José María Gil-Casares, que era el
médico de cabecera (creo que así se calificaba al médico de familia) que
teníamos asignado dentro del cuadro médico del Banesto. Supongo que la
asignación era de tipo zonal ya que nosotros vivíamos en el 3 de Gabriel Miró
(es decir, las Vistillas) y Gil Casares tenía su vivienda y su consulta en el 9
de la calle de La Bola.
De este edificio nos habla Maribel en su blog, nos dice que es propiedad del Marqués de Rivadulla y que en la entrada hay una copia del Laocoonte con sus hijos, tal vez procedente de la Alameda de Osuna.
Gil-Casares (1916-2009), era miembro de una conocidísima saga de doctores y científicos estrechamente vinculados a la Universidad de Santiago; estaba casado con Carmen Rafaela Armada Comyn, hija del anterior marqués de Santa Cruz de Rivadulla (propietario del edificio), con la que tuvo ocho hijos.
Gil-Casares con la familia en La Toja 1995 |
Siempre mantuvo un fuerte vínculo con Galicia y en particular con el pazo de Santa Cruz de Rivadulla y con Vilagarcía de Arousa. Más tarde, ya jubilado, pasaba grandes temporadas en su casa de Sanxenxo.
Don José María, que era como
le llamábamos tenía una colección muy llamativa de soldaditos de plomo en su
sala de espera que acaparaba mi atención y que lograba que me olvidara que
estaba en el médico, médico que nos contó algo muy jugoso: cuando terminó la
carrera, gracias a la apresurada “toma de apuntes” en el aula había conseguido hacerse
con la famosa “letra de médico” ilegible por la forma y por el contenido. Cuando
su madre reparó en ello, ¡le puso a hacer caligrafía hasta que consiguió que la
letra del hijo fuera descifrable!
En el ámbito puramente
sanitario, Gil-Casares era un médico académico, que seguía las normas que le
habían enseñado, enriquecidas por su propia experiencia. Disponía de un aparato
de Rayos X con el que vigilaba nuestros pulmones (aún recuerdo el frío contacto
de las placas) en aquellos años 40 en los que la tuberculosis era el “gran
enemigo a las puertas”.
Tenía un físico impresionante,
al menos para un niño como yo; era un hombre muy alto, tenía la voz profunda y
unas manos que me cubrían el pecho y sobraban. Cuando entraba en casa, casi
siempre por mis anginas, llenaba el pasillo.
Preocupado por los temas
pulmonares no había ocasión en la que, al acercarse al balcón del cuarto piso
de las Vistillas y ver el horizonte despejado, con la sierra el fondo a la
derecha, no le dijera a mi madre: “¡Señora,
qué suerte, vive usted en un sanatorio!”
Ahora se me ocurre diversas
coincidencias entre, este mi médico y mi estudiado Cela: dos gallegos nacidos
en 1916, de porte altivo, con voz grave y ocupados por la tuberculosis.
Curioso.
El otro médico de mi infancia
es Andrés Gutiérrez. No he utilizado
el Don por falta de respeto, sino
porque Don Andrés Gutiérrez, antes que médico era un rondeño, amigo de mi padre
y formaba parte de nuestra “familia ampliada”. No recuerdo que prestara sus
servicios en ninguna sociedad u hospital, pero sí que tenía consulta propia a
la que acudíamos raramente. Su rol para nosotros era de consultor confiable y
de segunda opinión. Cuando la visita del médico del seguro de Banesto no dejaba
tranquila a mi madre, le decía a mi padre: “Llama
al paisano, por favor”.
Don Andrés era un tipo de médico
bien distinto a Gil-Casares; por supuesto conocía la medicina académica, pero prefería
lo natural a lo químico. Cuando te visitaba, lo primero que hacía era mirarte a
los ojos, tocarte la piel, verte la boca e inspeccionar el cuerpo en general, luego
ya entraba en materia.
Era un hombre menudo, de color aceitunado, con voz escasa y mirada inquisitiva, ahora que lo pienso podría haber constituido parte de una eficaz agrupación junto a otros médicos andalusís como:
ABENZOAR, cuya pericia y sentido de la observación fue tal que se cuenta que llegó a curar enfermedades hasta entonces incurable
ABULCASIS, que clasificó los medicamentos simples –con arreglo a sus cualidades: calientes, fríos, secos o húmedos
IBN YULYUL, que nos contó que en aquellos tiempos aún se realizaban prácticas médicas tan contraproducentes como las famosas sangrías –ejercicio luego habitual en los siglos XVI-XVII
En otra ocasión, si ha lugar, hablaré de mis médicos posteriores, incluidos los actuales, entre los que hay más experiencias positivas que negativas.
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