En el cerrillo del
Altozano,
donde el viento susurra
secretos antiguos, se alzaba la ermita de San Blas, un rincón sagrado
entre las tapias, del cementerio de San Jerónimo y lápidas.
El 3 de febrero, en la
penumbra matinal, la romería del "Cristo y los tres santos"
florecía, como un ramo de esperanzas tejido en oraciones, bajo el
cielo que abrazaba la fe y la tierra.
Allí, junto al manantial
de Santa Polonia, sus aguas danzaban con misterio y
devoción, milagrosas, como el rumor de los ángeles,
que acudían a la misa,
sus alas de maceros extendidas.
Los fieles bebían de la
fuente, sedientos de salud, sus labios rozando lo sagrado, lo sanador,
y en la bota de vino
hallaban consuelo, como si el vino mismo fuera un bálsamo divino.
Sentados en el campo,
bajo el sol invernal, devoraban torreznos, tortillas y tasajos, sus
risas y sus lágrimas mezclándose con el viento, mientras el tiempo
invernal les permitía soñar.
Pero un día, la ermita
cayó, como un suspiro apagado,
y la romería se
desvaneció en el eco de campanas lejanas,
las imágenes del Cristo
del Calvario, San Blas, Santa Apolonia, y el Santo Ángel, como aves
migratorias, encontraron nuevo refugio.
Hoy, rescatada del
olvido, la romería de San Blas persiste,
cerca del mismo sitio,
desde la parroquia de San Salvador,
un sendero de fe que
serpentea hasta el Retiro, donde los corazones aún laten al ritmo
ancestral de la esperanza.
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