jueves, 11 de enero de 2024

Mi cacharrería: Rafael Martín

 

En una muy dura lucha con una ferretería de la calle Calatrava, con la papelería de UBM cuando estuvo situada en la Casa de los Lujanes (hoy Museo de San Isidro) y con la taberna-tienda de ultramarinos de Pedro en la Travesía de las Vistillas, he elegido a mi cacharrería como mi establecimiento favorito.

Esta mi cacharrería, desaparecida hace ya muchos años, estaba situada en la esquina de las calles Bailén y Yeseros, local hoy ocupado por la farmacia de Yolanda Pérez, que podría denominar “mi farmacia”. Se trata de un local amplio a nivel de calle, que dispone también de un extenso sótano.

El lugar que ocupan hoy infinidad de medicamentos, unos amparados por el Sistema Nacional de España, otros no, junto a los preservativos y geles cuya utilidad desconozco y un extenso muestrario de productos de herboristería y naturismo, estaba ocupado en mi infancia por el exótico batiburrillo que integraba lo que conocíamos como “cacharrería” y que, desde luego, ahora soy incapaz de recordar con algún detalle, porque lo que a mí me llamaba la atención eran “mis productos”, los productos “necesarios” para mis juegos a los que me refiero más adelante. No obstante, no creo equivocarme al pensar que había todo tipo de cacharros de barro y loza, para cocina, baño y jardinería; cacharros de vidrio grueso; cordelería fina y gruesa; serones y cestos; utensilios de madera para cocina; palmatorias; lámparas de queroseno; cubos, aceiteras, alcuzas y otros enseres metálicos; etc., junto a ciertos productos a granel, como el serrín, cuyo olor impregnaba toda la tienda y aún recuerdo con nitidez.

De aquellos “mis productos” guardo especial recuerdo de dos: las bolas y los peones, elementos imprescindibles para el mundo infantil de aquellos años 40 y 50. En la cacharrería se podían comprar bolas (nosotros nunca usábamos la palabra “canica” que nos parecía muy cursi, incluso afeminada, en aquel mundo homófobo) de tres tipos: las de cristal, que sólo servían de adorno; las de barro, que sólo servían para comerciar y las de piedra, que eran el centro del juego del gua. Estas bolas de piedra, coloreadas, cuya composición desconozco, en origen tenían cierto brillo, por lo que era imprescindible “picarlas”, operación que consistía en pisarlas y hacerlas girar sobre un suelo de piedra o de arena gruesa, hasta que perdían ese brillo y de paso terminaban de redondearse. Esto llevaba un buen rato, pero una vez “picadas” ya se podía jugar al gua, utilizando como moneda de juego bolas de barro u otras bolas de piedra ligeramente defectuosas. La buena era un tesoro personal e intransferible. Todas se guardaban en una bolsa de la que se echaba mano cuando se iniciaba la “temporada de bolas”.

La compra de un nuevo peón (nunca peonza, que también era un poco afeminada) tenía su propia liturgia. Una vez elegido el que nos parecía más adecuado y ajustado al magro presupuesto del que disponíamos, lo primero era habilitar la cuerda que nos suministraban lo que implicaba hacer un nudo en un extremo, y en el otro incorporar una chapa aplastada por el tranvía que circulaba por Bailén y perforada con un oportuno clavo. Una vez que la cuerda ya estaba lista para utilizar había que “sedar” la punta, para quitarle las rugosidades del metal. La operación consistía en hacer bailar el peón, primero sobre pavimento de piedra y luego sobre arena gruesa, el número de veces que fuera necesario hasta que al coger el peón bailando en la mano se sintiera como un cosquilleo. 

El siguiente paso, no necesario pero sí importante, era la decoración, sobre todo de la parte superior. mi opción favorita era pegar un disco de Newton que era muy resultón. Y, entonces, ¡a jugar!

No quiero cerrar mi recuerdo a la cacharrería sin hacer mención a una transformación que me parecía mágica: era la que se producía al legar el tiempo de la Navidad. De un día para otro, sin que yo lo percibiera, aparecían en la cacharrería todos los artículos que los vecinos íbamos a necesitar para esas fiestas; el olor a serrín de la tienda era sustituido por el del musgo y el corcho y en el pequeño escaparate y las estanterías aparecían portales, molinos, puentes, casas castillos herodianos, así como figuras sencillas de barro de todos los protagonistas de los nacimientos.

A esas figuras no les prestaba, en general, gran atención porque nuestro Belén familiar tenía las suyas propias, que mi padre había traído de alguna provincia levantina y me parecía maravillosas. No obstante, recuerdo unos soldados de Herodes, con su lanza y todo, que seguramente compramos allí por ausencia o rotura de los anteriores.

Dejo aquí mi recuerdo a la vieja cacharrería. Se acabaron los botijos, las cuerdas o lo cestos, ahora toca ir a la farmacia a por el “pedido” mensual de la Seguridad Social.


2 comentarios:

  1. Los recuerdos de la infancia son como un tesoro que guardamos en lo más profundo de nuestro corazón. Son momentos de felicidad y plenitud, que nos acompañan a lo largo de nuestra vida. Pasé horas y horas jugando con mis amigos, descubriendo nuevos mundos y aprendiendo a ser niño.

    Rafael, en mi barrio recuerdo la cacharrería y eran todas muy parecidas. Unas puertas de madera con cristales y esta, protegida con otra más gruesa que abría hacia la calle. La puerta interior estaba conectada a la alarma, que consistía en una esquililla que colgaba del techo. La puerta era automática, es decir, que se cerraba sola. El artilugio era muy simple, una alcayata clavada al marco de la puerta y un cárcamo clavado en la esquina de la puerta por el que pasaba un hilo de bramante que estaba atado a la escarpia y por la otra parte a un contrapeso, que consistía en un saquito de arena.
    La cacharrería no tenía escaparate. Para ver las cosas tenías que pasar. En particular me llamaban la atención las alcancías, que una vez al año por enero me la regalaban. Las solía romper para las navidades.
    En mi cacharrería, no vendían bolas de piedra, o no lo recuerdo, pero si las de barro. Eran muy grandes y las llamábamos "boloncios".
    Al juego de las bolas solíamos jugar en algún sitio de tierra, lo que posibilita hacer el gua.
    El cuadro de Antonio López, de los niños jugando a las bolas, me hace recordar esta época de mi niñez.
    Las figuritas de Belén las recuerdo perfectamente. Eran muy rústicas y comparadas con las de goma o plástico que empezaban a verse, no tenían nada que ver. Hoy han dado origen a un mercado muy especial y bastante caro. Las figuras se llaman de "Belén de cacharrería".

    https://www.todocoleccion.net/coleccionismo-figuras-belen/14-figura-belen-terracota-cacharreria-murciano-pastor-pescando~x374536824

    Los peones y las peonzas las comprábamos en las tiendas de frutos secos, allí vendían los soldaditos de goma y más tarde de plástico.
    En mi barrio había diferencias entre el peón y la peonza. El peón era un juguete con forma cónica y un rejo liso. La peonza era más parecida a un trompo, tenía forma oblonga, era más tripona y pesada, el rejón era más trabajado y terminaba en una esfera, tenía en su parte más ancha un palillo en el centro.
    Con los peones y peonzas jugábamos en pista de tierra. El juego consistía en hacer un redondel en el suelo. La peonza se tiraba al redondel, tenía que dar con el rejo y salir del contorno. De lo contrario, el peón quedaba preso. Los demás tenían que salvarte tirando fuerte y haciendo que salieras del recinto. A más de uno le tocaba llorar, ya que el peón del golpe se rajaba.
    La principal avería que sufría el peón era la perdida de la reja. Si tenías suerte y encontrabas un rejón, lo podías arreglar. El proceso era muy simple, buscábamos telas de arañas. Envolvíamos un extremo del metal con estas vendas bien ajustadas y la metíamos en su sitio. Si no tenías la reja en su sitio poníamos un clavo. Este peón bailaba de una forma muy escandalosa.
    Todos estos juegos eran muy sociales.

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    1. Si no recuerdo mal, para reponer la reja nosotros metimos algo de caca de caballo, que hinchaba la madera y ajustaba el metal

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